Tras el batacazo del gobierno de Javier Milei en las elecciones legislativas, los libertarios decidieron acelerar las llamadas “reformas de segunda generación”. Entre ellas, la más polémica es la flexibilización laboral, una iniciativa que promete “modernizar” las relaciones de trabajo, pero que en los hechos podría significar un retroceso histórico en materia de derechos. Detrás del proyecto aparece el nombre de Romina Diez, diputada santafesina, economista y presidenta de La Libertad Avanza en su provincia, que se convirtió en la autora de una propuesta que condensa el ideario más duro del mileísmo: desregular, individualizar y debilitar toda protección legal del trabajador.
El texto de Diez es claro y brutal. Propone elevar la jornada laboral de 8 a 12 horas, con un tope de 60 horas semanales, eliminando las indemnizaciones por despido y reemplazándolas por un fondo de cese laboral compartido entre empleados y empleadores. También elimina los juicios laborales —incluso los motivados por abuso patronal— y disuelve los Convenios Colectivos de Trabajo, base histórica del sistema sindical argentino. En su lugar, plantea contratos individuales, firmados “libremente” entre las partes y en cualquier moneda, en una ficción de igualdad que desconoce las relaciones reales de poder en el mercado laboral.
El proyecto va aún más lejos: otorga al empleador el derecho de decidir cuándo otorgar las vacaciones y permite fraccionarlas según “necesidades de la empresa”. Además, habilita el pago parcial del salario con tickets canasta o de restaurante, un mecanismo que recuerda las viejas épocas del “vale por comida” y que degrada el salario como instrumento de subsistencia.
Romina Diez, que se define como “liberal desde los 14 años”, no es una improvisada. Fue la candidata más votada de Santa Fe en 2023 y ha construido poder territorial a partir de una narrativa de “renovación generacional”. En su provincia, promovió figuras jóvenes como Agustín Pellegrini y Valentina Ravera, que con apenas 25 años se convertirán en los legisladores más jóvenes del Congreso. Pero detrás de esa renovación se oculta un programa profundamente regresivo: la conversión de los derechos laborales en un costo a eliminar.
El contexto político favorece este avance. Milei interpreta el resultado electoral como un aval para profundizar su programa de ajuste y reestructuración. Lo que en su discurso se presenta como “modernización” no es más que la restauración del viejo orden empresarial donde la ley del mercado sustituye al derecho laboral. El gobierno pretende instalar la idea de que “más libertad” implica menos regulación, pero en realidad propone un modelo de trabajo sin límites, donde la rentabilidad empresarial se impone sobre la dignidad del trabajador.
La coincidencia con los intereses de las corporaciones extranjeras no es casual. La Cámara de Comercio de los Estados Unidos en la Argentina (AmCham) reclamó recientemente al gobierno “relaciones laborales modernas”, un eufemismo que encubre la exigencia de salarios más bajos, menor litigiosidad y mayor docilidad sindical. El proyecto de Diez parece escrito al pie de esas demandas, como si el Congreso argentino se transformara en una oficina de lobby.
La retórica libertaria repite que esta reforma generará empleo y competitividad. Sin embargo, la evidencia histórica demuestra lo contrario. Las experiencias de flexibilización en América Latina —desde Brasil hasta México— no generaron más trabajo, sino una expansión de la precarización, caída del salario real y pérdida de cobertura social. Cuando los derechos se convierten en “obstáculos al mercado”, lo que se instala es la desigualdad estructural.
El verdadero trasfondo del proyecto es ideológico. Se trata de desmontar el sistema de protección que durante más de medio siglo garantizó un equilibrio mínimo entre capital y trabajo. La eliminación de los convenios colectivos y los juicios laborales no solo deja al trabajador desamparado frente al poder patronal, sino que destruye el entramado institucional que permitió construir una clase media basada en el empleo formal.
Milei y Diez buscan, en definitiva, transformar la Argentina en un laboratorio neoliberal. Su objetivo no es reformar para mejorar, sino desmantelar para disciplinar. En un país donde casi la mitad de la población vive en la pobreza, hablar de “libertad” mientras se recortan derechos básicos es un ejercicio de cinismo político. Lo que se disfraza de innovación es, en realidad, un intento de borrar conquistas que costaron décadas de lucha sindical y social.
El proyecto de Romina Diez no puede leerse como un caso aislado. Es el primer paso de una ofensiva mayor que incluye la privatización de empresas estatales, la liberalización de los mercados y la reducción del Estado a su mínima expresión. Es, en esencia, la puesta en marcha de una nueva matriz de poder donde el trabajo es un bien descartable y el empresario, un actor sin límites.
En nombre de la “eficiencia” y la “libertad”, Milei y su equipo proponen un modelo que solo puede sostenerse sobre la desigualdad. Porque no hay libertad posible cuando la necesidad obliga a firmar contratos abusivos; no hay modernidad cuando el salario se paga en tickets; no hay justicia cuando se prohíbe reclamar ante un despido injusto.
Romina Diez puede repetir que es “liberal desde los 14 años”, pero lo que impulsa no es juventud ni renovación: es el retorno al siglo XIX. La Argentina que quieren construir es una donde el trabajador vuelva a ser súbdito, el sindicato un enemigo y la justicia un estorbo. Y esa es una batalla que el país ya peleó —y que no puede volver a perder.
¿Flexibilización o precarización? El plan de Romina Diez para reformar el trabajo en la era Milei

















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