La vicepresidenta volvió al ruedo político con un mensaje a los uniformados tras ser excluida del acto de apertura en La Rural, en una jugada cargada de simbolismo y provocación. Mientras el gobierno de Javier Milei profundiza su estrategia de disciplinamiento interno, Victoria Villarruel reaparece con un gesto inequívoco: apela a las Fuerzas Armadas como base simbólica de su poder. Silenciada en La Rural, pero no fuera de combate, reconfigura su discurso y reaviva las tensiones con su particular visión del rol militar en democracia.
El escenario político argentino, siempre turbulento, acaba de sumar un nuevo capítulo de tensión con la reaparición pública de la vicepresidenta Victoria Villarruel. En una semana en la que su figura fue deliberadamente excluida de un acto de alto perfil como la apertura de la Exposición Rural, Villarruel decidió no callar ni replegarse: eligió enviar un mensaje directo a las Fuerzas Armadas, consolidando su narrativa de respaldo al aparato militar y marcando territorio en un gobierno que, aunque la elevó a la cima del poder institucional, intenta cada vez más aislarla.
La ausencia de Villarruel en el acto de La Rural, donde Javier Milei monopolizó la escena acompañado por la ministra Patricia Bullrich y su hermana Karina, no fue un simple olvido logístico. Se trató, más bien, de una señal política nítida: dentro del esquema libertario, las tensiones internas no se disimulan, se exhiben. Villarruel ha incomodado incluso a su propio espacio con su reivindicación del terrorismo de Estado, su cercanía con sectores castrenses nostálgicos de la dictadura y su prédica negacionista de los crímenes de lesa humanidad.
Pero la vicepresidenta no es una figura que se deje disciplinar fácilmente. Lejos de acatar el silencio que pretendían imponerle, eligió reaparecer en redes sociales con un mensaje calculado, dirigido al personal militar. La excusa fue el aniversario del fallecimiento del teniente general Juan Domingo Perón. Villarruel aprovechó esa efeméride para vincular su mensaje con una herencia nacionalista que, en su lectura distorsionada, asocia peronismo con orden militar y obediencia jerárquica. A través de un video publicado en su cuenta oficial, expresó: “A todos los integrantes de nuestras Fuerzas Armadas, de las fuerzas de seguridad, del Servicio Penitenciario y de la Inteligencia nacional, que muchas veces no tienen quien los defienda, ¡Gracias! Yo estoy con ustedes”. Palabras que no buscan solamente gratitud: son una interpelación directa al corazón de los uniformados, en un momento donde su protagonismo dentro del esquema mileísta se ve cada vez más condicionado por necesidades presupuestarias y ajustes brutales.
La elección del destinatario y el tono no fueron inocentes. Villarruel construye su poder desde un espacio marginal, pero estratégico: el de los sectores desplazados por la democracia plena. Su vínculo con organismos que niegan el terrorismo de Estado, su activa participación en foros que relativizan las desapariciones forzadas y su negativa sistemática a reconocer la legitimidad de los juicios por crímenes de lesa humanidad le valieron, por un lado, el repudio social; pero por otro, la fidelidad férrea de un sector que añora el orden represivo y verticalista de las botas.
Que haya elegido reaparecer con un mensaje directo a los militares luego de ser excluida de un acto clave no es casual. Es una forma de reafirmar su identidad y desafiar al propio gobierno que, en nombre de la «libertad», no quiere ser arrastrado al pantano ideológico del negacionismo explícito. El video, que mezcla tono afectivo con simbología peronista, no es otra cosa que un llamado a las bases duras que sostienen su figura: exmilitares, sectores de la inteligencia, personal retirado de fuerzas de seguridad y simpatizantes de la «memoria completa», esa narrativa que iguala víctimas y verdugos en un intento de banalizar el horror de la dictadura.
Es notorio que, mientras Javier Milei intenta proyectar una imagen de estadista internacional —con fotos con Elon Musk, foros neoliberales y viajes en busca de inversiones—, Villarruel refuerza su costado más telúrico, visceral y conservador. Habla con los militares, les dice que no están solos, y refuerza el sentido de pertenencia de una comunidad que ha sido, en parte, relegada del relato democrático. Pero no lo hace desde la marginalidad, sino desde la vicepresidencia de la Nación, segundo cargo institucional en importancia. Esa es la paradoja: la democracia tolera que quien relativiza sus valores ocupe uno de sus lugares más altos.
Lo ocurrido en La Rural también deja entrever una disputa más sorda pero no menos significativa: el control del relato dentro del oficialismo. Villarruel fue una figura clave para acercar al electorado más nacionalista, conservador y anti-derechos. Su presencia en la fórmula no fue un accidente, sino una estrategia electoral para atraer un voto duro que no comulga con el anarcocapitalismo puro y duro. Sin embargo, ya en el poder, Milei y su entorno parecen haber concluido que ese sector representa más un lastre que una fortaleza. La exclusión de Villarruel del acto en La Rural fue, en ese sentido, una declaración: el show libertario no quiere voces disonantes que recuerden, aunque sea de manera retorcida, la centralidad del Estado y el rol del aparato militar.
El problema para Milei es que Villarruel no tiene intención de desaparecer. Y cuando se le cierran los espacios protocolares, responde apelando a las fuerzas vivas que reconoce como propias. Su mensaje fue a los soldados, no a los políticos. A los uniformados, no a los empresarios del agro. Y esa elección es tan política como provocadora.
Lo que subyace en todo esto es una disputa por el sentido del poder. Mientras el presidente se abraza al libre mercado, a la desregulación absoluta y al éxodo del Estado, Villarruel ensaya una contranarrativa en la que la seguridad, el orden y el poder militar se convierten en garantías de estabilidad. No es un proyecto económico, sino un proyecto ideológico. Uno que toma fuerza cada vez que el caos social amenaza con desbordar las promesas incumplidas del mileísmo.
Nadie en el oficialismo parece dispuesto a decirlo en voz alta, pero la convivencia entre Milei y Villarruel es cada vez más tensa y frágil. La vicepresidenta juega su propio juego, con sus propias reglas. Y si el gobierno intenta disciplinarla, ella responde con gestos simbólicos que apuntan a profundizar la grieta interna. Esta reaparición no es un acto menor: es una advertencia. Villarruel no será domesticada. Ni por el protocolo, ni por los modales de la política, ni por los silencios impuestos desde arriba.
En tiempos donde la democracia es puesta a prueba por discursos autoritarios, el mensaje de Villarruel no puede tomarse a la ligera. No es solo un saludo a las Fuerzas Armadas. Es una reconfiguración de su rol, una reafirmación de sus alianzas, y una señal clara de que, aunque quieran invisibilizarla, sigue en pie, con las botas puestas.






















Deja una respuesta