Una resolución plagada de arbitrariedades convierte la vivienda de CFK en una celda sin barrotes pero con vigilancia, silencio forzado y censura simbólica

La prisión domiciliaria impuesta por el Tribunal Oral Federal 2 a Cristina Fernández de Kirchner no solo encierra a una mujer de más de 70 años sin antecedentes de fuga, sino que expone el entramado de poder que, bajo el disfraz de justicia, ejecuta una operación política destinada a eliminar a la principal figura opositora al gobierno de Javier Milei. Con tobilleras, prohibiciones insólitas y limitaciones de contacto, el fallo revela el rostro de una democracia condicionada.

En Argentina, cuando la justicia se vuelve espectáculo, la democracia se convierte en parodia. El fallo del Tribunal Oral Federal 2 que impone prisión domiciliaria a Cristina Fernández de Kirchner es la nueva temporada de una serie de episodios que combinan lawfare, disciplinamiento político y una saña que no encuentra correlato en el trato a represores condenados por crímenes de lesa humanidad. La expresidenta no fue enviada a una cárcel, pero tampoco a su casa: fue condenada a una celda ornamentada con un número de calle y una vista al balcón que ya no puede disfrutar.

El detalle de las restricciones impuestas no es un accidente administrativo: es un manifiesto político. Cristina no podrá salir al balcón porque, según los jueces, eso podría “perturbar la tranquilidad del vecindario”. La frase tiene un dejo orwelliano, porque no refiere a una posible molestia sonora o alteración cívica: es una advertencia al símbolo, un castigo al gesto, una prohibición al saludo. Le niegan a la exmandataria la posibilidad de ejercer ese mínimo acto de contacto con una militancia que no ha dejado de sostenerla, a pesar del cerco judicial y mediático que pretende aislarla.

El tribunal, compuesto por Jorge Gorini, Andrés Basso y Rodrigo Giménez Uriburu —sí, el mismo que posaba en la quinta de Macri jugando al fútbol—, parece no haber dictado una resolución judicial, sino redactado un manual de hostigamiento. La tobillera electrónica, la limitación de visitas, la vigilancia permanente, la necesidad de pedir permiso hasta para respirar fuera de la rutina, todo bajo la excusa de “riesgo de fuga”, una figura que se desarma sola cuando se recuerda que Cristina es custodiada por la Policía Federal y que ha estado siempre a derecho.

La arbitrariedad salta aún más cuando se comparan las condiciones con las de otros beneficiarios de prisión domiciliaria. El 84% de los genocidas condenados cumple esa modalidad sin tobilleras. Algunos, como Jaime Smart, incluso viajaron a Bariloche. Jorge Olivera celebró sus bodas de oro con un show de Palito Ortega. Ninguno fue obligado a callarse. Ninguno recibió reproche por saludar desde su jardín. Ninguno tuvo que presentar una lista de amigos para que un juez la aprobara. La doble vara judicial se muestra sin pudor: a los represores, indulgencia; a Cristina, humillación.

Lo que buscan no es justicia: es escarmiento. Y no escarmiento sobre una persona, sino sobre una idea. La prisión domiciliaria en estas condiciones es un acto performativo: busca mostrar que hacer política desde el campo nacional y popular tiene consecuencias. Que el precio de desafiar al poder real —al poder económico, al judicial y al mediático— es la proscripción y la reclusión. Es una advertencia a futuro para cualquiera que pretenda ocupar el lugar de liderazgo que Cristina representa.

Pero esa advertencia no surtió el efecto esperado. La militancia no se desmovilizó. Desde hace días, la esquina de San José 1111 es más que una dirección: es un espacio de resistencia viva. Familias, estudiantes, artistas, jubilados, migrantes, todos confluyen ahí, en una vigilia que no se apaga. El contacto simbólico con la líder proscripta, aunque sea solo mirando una ventana cerrada, es un acto de compromiso. Se multiplican las historias de quienes fueron beneficiados durante sus gobiernos: desde una mujer cuyo pedido de cardiodesfibrilador fue atendido por El Cruce hasta trabajadores y trabajadoras que hoy, a pesar del ajuste de Milei, sostienen que gracias a Cristina tienen herramientas para seguir luchando.

Las delegaciones internacionales también dijeron presente. Podemos, desde España, y el PT de Brasil trazaron un paralelismo claro entre lo que sufre Cristina y lo que vivió Lula da Silva. Es el nuevo rostro del golpismo del siglo XXI: sin tanques en la calle, pero con expedientes amañados; sin marchas militares, pero con sentencias redactadas para servir al poder económico.

La Plaza de Mayo, en la que hace casi 80 años los “descamisados” exigieron la liberación de Perón, volverá a llenarse. No por nostalgia, sino por vigencia. Porque lo que se juega hoy no es el destino personal de una dirigente, sino el futuro de un modelo político. El intento de silenciar a Cristina —de borrar su voz, su cuerpo y su gesto— está logrando el efecto inverso: reactiva una identidad colectiva dormida. Como dijo el actor Pablo Echarri, “la derecha, una vez más con su sobreactuación, hizo que el pueblo peronista se pusiera de pie”.

El fallo del TOF2 no se sostiene ni en el derecho ni en la razón. Es un texto que transpira rencor. Pretende que una líder política se disuelva en el encierro y que su pueblo se diluya en la resignación. Pero el pueblo no obedece el guión. Porque lo que les molesta no es el delito —inexistente—, sino la sonrisa. Esa sonrisa que, desde un balcón o una plaza, es más peligrosa que mil discursos. Esa sonrisa que no pudieron proscribir.

Mientras el gobierno de Javier Milei avanza con un ajuste brutal, desfinancia universidades, deja sin remedios a los jubilados y amenaza con disciplinar las calles, la causa contra Cristina se convierte en un espejo invertido. No hay justicia, hay revancha. No hay imparcialidad, hay operadores. No hay institucionalidad, hay persecución. Y sin embargo, hay esperanza. Porque cuando un pueblo defiende a una lideresa aún cuando le cierran la ventana, está diciendo que la lucha continúa.

El “cristinazo” no se detiene. La historia, como enseñó el 17 de octubre, no se escribe en los tribunales. Se escribe en la calle.

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