Mientras se criminaliza la protesta social y se encarcela a manifestantes por ejercer sus derechos, el sistema judicial argentino mira hacia otro lado ante los exabruptos autoritarios de José Luis Espert. La doble vara no es casual: es parte estructural del plan represivo del gobierno de Javier Milei. “Cárcel o bala”, vociferó el diputado oficialista José Luis Espert contra los docentes en lucha, sin que la Justicia se inmute. La impunidad con la que el liberal lanza amenazas públicas expone con crudeza el rol disciplinador del aparato judicial en la Argentina actual: ser garante del ajuste y verdugo de quienes lo enfrentan.
La violencia institucional no se ejerce únicamente desde los bastones policiales o las armas represivas del Estado. Hay una violencia previa, más sutil pero igual de letal: la que se profiere desde el atril, el micrófono y la banca parlamentaria. Una violencia que no necesita balas para herir ni gases para disuadir, porque se ampara en la palabra legitimada por los resortes del poder. El diputado nacional José Luis Espert —economista devenido vocero del odio— lo sabe muy bien. Y lo ejerce sin freno, sin límites y, lo que es más alarmante, con la complacencia absoluta del Poder Judicial.
“Cárcel o bala”, lanzó Espert desde su cuenta de X (antes Twitter) refiriéndose a los docentes en lucha, en una amenaza explícita contra quienes se atreven a resistir el ajuste de Javier Milei. No se trató de una figura retórica desafortunada ni de un exabrupto aislado. Fue un llamado abierto a la represión, a la eliminación física o legal de toda disidencia. Un mensaje que, en cualquier país con instituciones democráticas saludables, habría motivado al menos una citación judicial, una investigación de oficio o alguna señal de alarma. Pero en la Argentina de Milei, el Poder Judicial no sólo no actúa: bendice.
Porque mientras se abren causas penales contra docentes, estudiantes y manifestantes por “coacción agravada”, “instigación a cometer delitos” o “resistencia a la autoridad” —delitos construidos artificialmente para criminalizar la protesta—, no existe un solo expediente judicial que investigue a Espert por sus amenazas públicas. Ningún fiscal se dio por aludido. Ningún juez consideró necesario intervenir. La doble vara judicial es tan evidente como obscena.
Espert no es un marginal. No es un outsider que arenga desde la periferia política. Es un legislador nacional, presidente de la Comisión de Presupuesto y Hacienda de Diputados, una pieza clave en el dispositivo parlamentario del oficialismo. Sus discursos no son solo opiniones: tienen peso institucional, forman parte del lenguaje oficial del poder. Y sin embargo, ni la Corte Suprema, ni los fiscales federales, ni los jueces de Comodoro Py mueven un solo dedo ante sus declaraciones incendiarias.
Lo más perturbador no es que Espert lo diga, sino que pueda decirlo sin consecuencias. Porque eso revela una Justicia funcional al poder político y económico. Una Justicia que actúa con celeridad y rigor cuando se trata de desalojar una universidad ocupada por estudiantes o de judicializar un paro docente, pero que se vuelve ciega, sorda y muda ante las amenazas de un diputado oficialista. Esa selectividad no es un error: es el corazón mismo del dispositivo represivo que busca acallar las voces críticas.
La amenaza de Espert no es un hecho aislado. Se inscribe en un contexto político en el que el gobierno de Milei promueve abiertamente el odio y la violencia como herramientas de disciplinamiento social. Desde los insultos del presidente a sus adversarios, pasando por los ataques a la prensa crítica, hasta los intentos de intervenir universidades y vaciar organismos de derechos humanos, todo forma parte de una estrategia sistemática de demolición del entramado democrático. En ese esquema, Espert cumple un rol funcional: decir lo que Milei sugiere, llevar al extremo el discurso punitivista, ponerle palabras crudas al plan represivo.
Lo que alarma no es sólo la impunidad judicial de Espert, sino el peligro real que implica su prédica. En un país atravesado por profundas desigualdades, con una memoria todavía abierta por las heridas de la dictadura, banalizar la violencia estatal es sembrar una semilla peligrosa. El “cárcel o bala” no es sólo una consigna autoritaria: es una amenaza que puede concretarse si no se le pone freno. Y ese freno no vendrá del propio Espert, ni del oficialismo que lo cobija. Debería venir del sistema de justicia. Pero no lo hace.
El fiscal Franco Picardi archivó una denuncia contra Espert por incitación a la violencia, aduciendo que sus declaraciones no eran lo suficientemente graves como para abrir una causa. Lo hizo ignorando tratados internacionales, jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y hasta el Código Penal argentino, que en su artículo 211 tipifica como delito la instigación pública a cometer hechos violentos. ¿Qué más necesita un fiscal para actuar, si no una amenaza directa de “cárcel o bala” contra ciudadanos movilizados?
La impunidad de Espert también es una señal para el resto de la sociedad. Un mensaje que dice: si sos parte del poder, podés decir lo que quieras, podés amenazar, incitar al odio, promover el uso de la fuerza, y nada te va a pasar. Pero si protestás, si reclamás, si tomás una universidad o participás de una marcha, el brazo judicial del Estado caerá con todo su peso sobre vos. Es una Justicia que no busca justicia, sino castigo. Y que castiga según el color político y la clase social.
En este contexto, la lucha por una justicia independiente no es una consigna abstracta. Es una necesidad urgente para preservar lo poco que queda del estado de derecho. Porque cuando la violencia es promovida desde el poder y la Justicia la deja pasar, el mensaje es claro: no hay ley que proteja al débil, no hay institución que limite al poderoso. La democracia, entonces, deja de ser tal.
El caso Espert es un espejo incómodo de esta Argentina rota. Una Argentina en la que un diputado puede pedir balas para los docentes y seguir legislando como si nada. Una Argentina en la que la protesta social es criminalizada con saña, mientras los discursos de odio son tolerados con una sonrisa. Una Argentina en la que la Justicia perdió la venda, pero no para ver mejor, sino para mirar selectivamente.
La historia sabrá juzgar esta etapa oscura de impunidad institucional. Lo que está por verse es si la sociedad también se animará a juzgarla. Porque lo que está en juego no es sólo la libertad de protestar, sino la posibilidad misma de vivir en democracia.
Fuente:
https://www.pagina12.com.ar/845269-carcel-o-bala-los-violentos-ataques-de-espert-que-el-poder-j






















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