Imputaron a Javier Milei en la causa por amenazas contra Julia Mengolini

Compartí esta nota en tus redes

La Justicia federal de San Isidro imputó al presidente Javier Milei y a varios de sus funcionarios y militantes libertarios por amenazas e intimidaciones contra la periodista Julia Mengolini. El caso revela cómo desde el propio Estado se organizan campañas de odio y desinformación, utilizando incluso recursos públicos.

El clima político argentino acaba de atravesar un punto de quiebre que debería encender todas las alarmas. El fiscal federal Fernando Domínguez imputó al presidente Javier Milei en una causa por amenazas contra la periodista Julia Mengolini, un hecho inédito en la historia reciente del país y que, lejos de ser un episodio aislado, desnuda una práctica sistemática de persecución y hostigamiento desde el Estado contra voces críticas. Junto al mandatario quedaron alcanzados en la investigación la diputada libertaria Lilia Lemoine, el cineasta oficialista Santiago Oría y el operador digital Daniel Parisini, más conocido en las redes como “El Gordo Dan”. Todos ellos aparecen mencionados en un expediente que pone en tela de juicio el accionar del Gobierno nacional en la creación y difusión de campañas de odio, mentiras fabricadas con inteligencia artificial y amenazas directas contra una comunicadora que se atrevió a denunciar lo que muchos callan: el uso del aparato estatal para amedrentar al periodismo.

El caso se tramita en el Juzgado Federal en lo Criminal y Correccional de San Isidro, donde el fiscal ordenó una batería de medidas de prueba para determinar si los ataques a Mengolini fueron organizados, financiados con fondos públicos y coordinados desde las más altas esferas del Gobierno. La sola posibilidad de que recursos del Estado se utilicen para acosar a periodistas constituye un escándalo de magnitudes mayúsculas, no solo por el delito en sí mismo, sino por el desprecio absoluto que implica hacia el sistema democrático. Lo que está en juego aquí no es únicamente la seguridad de una periodista, sino el derecho de toda la sociedad a recibir información sin miedo, censura ni manipulación.

Las pruebas recabadas hasta ahora hablan de un modus operandi que excede la mera acción de fanáticos en redes sociales. El fiscal solicitó a las empresas propietarias de las plataformas información sobre los flujos de los posteos más violentos, la diseminación de información falsa y la identidad de quienes funcionaron como principales replicadores del odio. En paralelo, se dispusieron medidas de protección para Mengolini y su familia: custodia policial, entrega de botón antipánico y monitoreo permanente, un detalle que da cuenta de la gravedad de las amenazas recibidas. No se trata, entonces, de simples insultos virtuales. Estamos frente a amenazas de muerte que obligaron a la Justicia a desplegar un operativo de seguridad para resguardar la vida de una periodista en democracia.

Las agresiones contra Mengolini no surgieron de la nada. Durante meses fue blanco de una ofensiva sistemática en redes sociales, coronada con un video generado con inteligencia artificial que la mostraba en una falsa relación incestuosa con su hermano. Esa aberración digital no quedó confinada a los márgenes más oscuros de internet, sino que fue amplificada por el propio presidente Javier Milei a través de múltiples retuits en la red social X. Lo que podría haber sido un intento de difamación anónimo se transformó así en una campaña de Estado, con la máxima autoridad del país validando y difundiendo una fake news fabricada con tecnología de manipulación audiovisual. La frontera entre el delirio digital y la política real se desdibujó peligrosamente.

En su intervención ante la Comisión de Mujeres y Diversidad de la Cámara de Diputados, Mengolini expuso con crudeza lo que significó atravesar este calvario. Con la voz quebrada, habló de “la tortura” que implicó soportar una campaña de odio que nunca cesa, una maquinaria de hostigamiento que la persigue con persistencia enfermiza. Contó cómo la deep fake difundida por el presidente la convirtió en un personaje monstruoso, diseñado para generar repulsión y odio en la opinión pública. “Soy víctima de una campaña de odio orquestada desde las más altas esferas del Estado nacional”, dijo, dejando al descubierto la dimensión política de lo que vivió. No fue solo una agresión personal, fue un intento de disciplinamiento ejemplificador contra cualquiera que se atreva a criticar al poder libertario.

El trasfondo de este caso plantea un dilema inquietante para la democracia argentina. Cuando un presidente utiliza su investidura para amplificar calumnias fabricadas con inteligencia artificial y amenaza de muerte a periodistas a través de su maquinaria digital, no estamos ante un episodio aislado de violencia verbal. Estamos ante una forma de gobierno que normaliza el odio, que usa la mentira como arma política y que concibe la intimidación como herramienta de disciplinamiento social. Lo más grave es que, de confirmarse la utilización de fondos públicos para financiar esta guerra sucia digital, se estaría frente a un crimen de Estado contra la libertad de prensa.

La imputación a Milei y sus funcionarios marca un límite, al menos judicial, frente a un poder que parece no reconocer ninguno. La Justicia deberá avanzar en la investigación, identificar a los responsables materiales de las amenazas y esclarecer si hubo coordinación y financiamiento desde el aparato estatal. Pero el daño ya está hecho: se ha instalado un precedente nefasto en el que la inteligencia artificial se convierte en un arma de difamación política y el propio presidente se ubica a la cabeza de esa maquinaria. La pregunta es cuánto tiempo más tolerará la sociedad que se erosione de esta manera la democracia y se persiga a periodistas desde la Casa Rosada.

La imputación no devuelve la tranquilidad perdida a Mengolini ni borra los meses de hostigamiento, pero sí abre una puerta para que se investigue a fondo la complicidad del poder político en el armado de campañas de odio. Esa es, en última instancia, la batalla que se libra: la defensa del derecho a informar y a disentir sin miedo a represalias. Porque si hoy es una periodista la que recibe amenazas de muerte avaladas desde el Estado, mañana puede ser cualquiera que se atreva a desafiar la narrativa oficial. El periodismo, con todas sus tensiones y contradicciones, es un pilar indispensable de la democracia. Dejarlo a merced de campañas de odio orquestadas desde el poder es entregar, en bandeja, la libertad de todos.

La causa abierta en San Isidro no es una simple formalidad judicial. Es el espejo en el que debería mirarse la sociedad argentina para comprender hasta qué punto el gobierno de Javier Milei está dispuesto a llegar para acallar voces críticas. Las fake news, las deep fakes, los ejércitos digitales de odio y las amenazas de muerte no son recursos inocentes ni desbordes de militantes exaltados: son la estrategia misma de un poder que se alimenta del miedo y la mentira. Lo que hoy se discute en los tribunales es si la Argentina tolerará que ese poder siga actuando sin límites o si, finalmente, comenzará a poner freno a una deriva autoritaria que amenaza con devorarlo todo.

Fuente:

https://www.pagina12.com.ar/849733-imputaron-a-javier-milei-en-la-causa-por-amenazas-contra-jul

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *