En un cruce público que fusiona el uso político de la seguridad con la bronca de siempre, Patricia Bullrich vuelve a instrumentalizar la fuerza del Estado; la réplica de Juan Grabois desmonta el intento de amedrentamiento y lo expone como puro ruido político.
Tras el anuncio de la ministra de Seguridad sobre custodiar a un acusado en trámite de extradición, el dirigente social respondió con dureza: denunció la persecución política, reivindicó su trayectoria y dejó en claro quién teme a quién en esta disputa de poder.
Patricia Bullrich volvió a utilizar las redes sociales como escenario para enviar mensajes cargados de amenaza. En X, la ministra de Seguridad escribió: “Le voy a poner custodia a Machado. Y vos, que estás imputado por haberte robado plata de todos los argentinos, merecerías custodia para que no te escapes.”
No fue una expresión aislada. Bullrich se valió una vez más del aparato de seguridad como herramienta política, reforzando la idea de que el poder estatal puede ser utilizado para amedrentar a quienes piensan distinto. Su publicación, lejos de ser un acto institucional, fue una provocación directa hacia Juan Grabois, dirigente social y abogado, que inmediatamente le respondió con una serie de mensajes que desmontan el discurso persecutorio.
La respuesta de Grabois no solo fue contundente: fue una denuncia en sí misma. El dirigente colocó a Bullrich en el centro de un mecanismo de violencia política que combina el hostigamiento público con la criminalización de los movimientos sociales. En su réplica, dejó en claro que no se siente intimidado por la ministra ni por su aparato represivo, y devolvió el golpe recordando las causas judiciales que salpican al propio oficialismo.
El intercambio no se limita a un enfrentamiento personal. Expone una matriz de gobierno que convierte la seguridad en espectáculo, los ministerios en plataformas de propaganda y las amenazas en declaraciones de gestión. Bullrich, fiel a su estilo, apela a la retórica del orden para encubrir una práctica de disciplinamiento político. Cada vez que señala con el dedo a un dirigente social, lo hace no desde la legalidad, sino desde la construcción simbólica del enemigo interno.
Grabois, por su parte, se apropia del terreno discursivo y lo invierte: transforma la acusación en evidencia del abuso de poder. Su respuesta apela al plano ético y espiritual, pero también al judicial, recordando que fue sobreseído en todas las causas inventadas por el macrismo y que, en cambio, los hermanos Milei están imputados por una estafa millonaria. La referencia a la “criptoestafa $Libra” no es un detalle menor: apunta directamente al corazón del círculo presidencial, dejando al descubierto la hipocresía de quienes pretenden erigirse en guardianes de la moral pública.
El trasfondo es claro: un gobierno que usa la intimidación como política de Estado y una ministra que parece disfrutar del conflicto como método de comunicación. La amenaza a Grabois no es un exabrupto, sino la continuidad de una lógica que identifica al adversario político con el delincuente, y a la represión con la autoridad.
En este contexto, las palabras del dirigente social funcionan como un recordatorio de que el miedo, en la Argentina actual, ya no opera como antes. La respuesta de Grabois es, en ese sentido, una declaración política y moral: no hay amenaza capaz de silenciar a quienes enfrentan el poder desde la convicción y la verdad.





















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