El caso Espert–Machado vuelve a golpear al gobierno de Javier Milei y deja en evidencia las grietas del discurso oficial sobre la “lucha contra el narcotráfico”. La pregunta que atraviesa a todo el oficialismo es tan simple como incómoda: ¿cómo es posible que la ministra de Seguridad no haya estado al tanto de que su candidato a diputado provincial por Buenos Aires mantenía vínculos con un empresario detenido por narcotráfico?
El estallido político en torno a José Luis Espert sacudió al oficialismo libertario y dejó a Patricia Bullrich en el centro de la tormenta. La revelación de que el economista recibió 200.000 dólares de Federico “Fred” Machado, un empresario preso con pedido de extradición por narcotráfico, abrió una grieta en el relato de pureza institucional que el gobierno intenta sostener desde su llegada al poder.
El vínculo económico entre ambos fue expuesto por medios nacionales e internacionales a partir de registros bancarios que prueban una transferencia directa de Machado hacia Espert. Lejos de negarlo, el propio candidato admitió la operación, aunque aseguró que se trató de un pago por una supuesta “asesoría para una minera en Guatemala”. Sin embargo, el argumento no logró disipar las sospechas ni detener la crisis política que se desató en el entorno libertario.
En ese contexto, la figura de Bullrich quedó severamente comprometida. La ministra de Seguridad, que ha construido toda su carrera política en torno al discurso de la “mano dura” y la “tolerancia cero” con el narcotráfico, se enfrenta ahora a un escándalo que involucra a uno de los candidatos promovidos por su propio espacio político. Resulta inverosímil —y políticamente devastador— que quien lidera la lucha contra el crimen organizado no haya tenido conocimiento de los antecedentes de quien buscaba representar a la provincia más poblada del país.
El episodio deja al descubierto no sólo una falta de control interno, sino también un doble estándar en el ejercicio del poder. Mientras Bullrich exige transparencia y rigor a las fuerzas federales, el oficialismo permitió que un candidato con vínculos financieros con un empresario acusado por narcotráfico llegara a encabezar una lista legislativa. Las preguntas se multiplican: ¿no hubo alertas en los mecanismos de selección? ¿Nadie verificó el origen de los fondos? ¿O el financiamiento se toleró hasta que el escándalo explotó en los medios?
Dentro de La Libertad Avanza, el malestar es evidente. Algunos sectores presionan por el apartamiento de Espert, mientras otros buscan minimizar el impacto mediático para no arrastrar a Milei ni a Bullrich. La tensión política crece al ritmo de las contradicciones: un gobierno que hizo de la “lucha contra el narco” su bandera ahora enfrenta acusaciones que ponen en duda su credibilidad.
Bullrich intentó despegarse con declaraciones públicas en las que exigió a Espert “aclarar la situación” y calificó como “inadmisible” cualquier relación con personas vinculadas al narcotráfico. Sin embargo, su respuesta fue percibida como tardía y defensiva. En la práctica, la ministra se encuentra atrapada entre su propio discurso y las falencias de control político que hoy la exponen.
La dimensión institucional del caso es aún más grave: la presencia de figuras sospechadas dentro de las listas oficiales demuestra que los mecanismos de verificación y control son, en el mejor de los casos, débiles o inexistentes. En un contexto donde la legitimidad del gobierno se apoya casi exclusivamente en el relato de la eficiencia y la “limpieza moral”, la falta de previsión es un golpe directo a la confianza pública.
El affaire Espert–Machado no es sólo un episodio de corrupción o mala praxis política: es una radiografía del poder en la Argentina de Milei. Un poder que predica orden mientras siembra caos, que exige moral mientras naturaliza la impunidad, y que promete seguridad mientras tolera la opacidad de sus propios cuadros.
Las consecuencias políticas recién comienzan a medirse, pero la pregunta inicial sigue sin respuesta: ¿cómo es posible que la ministra de Seguridad no haya estado al tanto de que su propio candidato tenía vínculos con el narcotráfico? Si lo sabía, el problema es ético. Si no lo sabía, el problema es institucional. En ambos casos, la responsabilidad política es ineludible.
¿Es posible que la ministra de Seguridad no estuviera al tanto del vínculo de Espert con el narcotráfico?





















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