La Cancillería atraviesa un terremoto político con la salida de Úrsula Basset y Nahuel Sotelo, dos figuras que habían desembarcado de la mano de Diana Mondino y que representaban al núcleo más duro de “Las Fuerzas del Cielo”. Sus nombres no son menores: Basset, que hasta ahora encabezaba la Dirección de Derechos Humanos, fue trasladada al Ministerio de Justicia, mientras que Sotelo abandonó la Secretaría de Culto para regresar a la Legislatura bonaerense a ocupar su banca como diputado. El movimiento no es un simple recambio administrativo, sino una señal clara de que la influencia del sector libertario en la política exterior se está desmoronando.
La llegada de Gerardo Werthein al Palacio San Martín aceleró este reacomodamiento. Empresario, con vínculos internacionales aceitados y una impronta mucho más pragmática, Werthein representa lo contrario a lo que proponían los libertarios que Milei había colocado en la Cancillería. Allí donde Basset y Sotelo impulsaban un rechazo abierto a la perspectiva de género y a la Agenda 2030, la nueva conducción busca reconstruir puentes con organismos multilaterales y retomar cierta normalidad institucional. Lo que se juega, en definitiva, es el sentido de la política exterior argentina: una línea dogmática y aislacionista que pretendía imponer Milei o una estrategia más tradicional que, con todos sus límites, al menos evita el ridículo en la arena internacional.
Los pasillos del Palacio San Martín hablan de tensiones profundas. El ala libertaria pretendía transformar la diplomacia en una especie de cruzada cultural, borrando décadas de compromisos internacionales y deslegitimando políticas de derechos humanos que forman parte de la historia reciente de Argentina. Pero ese experimento chocó de frente con la realidad: la comunidad internacional no se rige por delirios ideológicos ni por consignas de campaña, y el costo de sostener esa postura se volvió insostenible.
El retroceso de “Las Fuerzas del Cielo” no significa, sin embargo, que hayan perdido todas sus fichas. Siguen ocupando espacios de poder en otros sectores del Ejecutivo, sostenidos por la influencia directa de Karina Milei y un presidente que aún confía en ese núcleo cerrado. Lo que cambia es el escenario: en política exterior, la obsesión por imponer una agenda contraria a la cooperación internacional quedó relegada frente a la necesidad de preservar vínculos diplomáticos básicos.
El trasfondo es claro: la gestión de Javier Milei exhibe fracturas internas cada vez más visibles. La narrativa de un gobierno compacto y cohesionado se derrumba con cada renuncia o desplazamiento. Mientras el Presidente se aferra a su retórica antisistema, la Cancillería da pasos hacia un orden más convencional que, aunque provisorio, revela la incapacidad del mileísmo para gobernar con coherencia. Argentina paga un precio alto en su credibilidad internacional y lo hace, paradójicamente, por la improvisación y el fanatismo de quienes llegaron prometiendo “profesionalismo” y “seriedad”.
La salida de Basset y Sotelo no es un episodio aislado sino un síntoma. La llamada “casta” libertaria empieza a mostrar que no puede sostener su peso en todos los frentes y que, cuando la realidad diplomática golpea, los slogans se esfuman. En un país que necesita desesperadamente estabilidad y estrategia, lo que ofrece Milei es una interna feroz en la que el costo lo paga la Argentina entera.
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