Daño ambiental y violación de Derechos Humanos: la petrolera ilegal que Milei habilitó y opera en Argentina

Harbour, energía, Milei, petróleo, Malvinas, contaminación, soberanía, dictadura, fracking, derechos
Compartí esta nota en tus redes

El desembarco de Harbour Energy expone el desprecio del gobierno de Milei por la soberanía nacional y el medioambiente

La historia de Harbour Energy es una mancha que se expande sobre cada país que la recibe. Allí donde aterriza, quedan cicatrices de contaminación, violaciones a los Derechos Humanos y complicidades políticas. Hoy, esa petrolera británica opera en Argentina con la venia del gobierno de Javier Milei y de varias provincias, a pesar de tener prohibido hacerlo por sus antecedentes en Malvinas. La paradoja es brutal: mientras el discurso oficial se llena la boca hablando de soberanía, en los hechos se entrega el subsuelo a una multinacional que arrastra un prontuario de delitos y escándalos a nivel global.

Harbour Energy no nació de la nada. Es la continuidad jurídica, societaria y operativa de Premier Oil, la misma empresa que explotó ilegalmente los yacimientos en Malvinas entre 2012 y 2022 bajo contrato del gobierno colonial isleño y sin permiso del Estado argentino. Premier fue advertida, sancionada en 2013 y condenada por la Justicia Federal en 2015. Sin embargo, bastó el cambio de nombre en 2021 —tras fusionarse con Chrysaor Holdings— para que el gobierno libertario la recibiera con los brazos abiertos en 2024, otorgándole beneficios impositivos y aduaneros por 30 años, como si se tratara de una empresa intachable.

El cinismo se extiende a los gobernadores de Neuquén, Río Negro y Tierra del Fuego, que celebraron su llegada a Vaca Muerta, al offshore de la Cuenca Marina Austral y al proyecto de licuefacción de gas junto a YPF, Pampa Energía, PAE y Golan LNG. La legalidad fue barrida bajo la alfombra. Lo que debería ser un escándalo de Estado se convirtió en un negocio más dentro del tablero de la política energética argentina.

Pero Harbour Energy no carga únicamente con su paso colonial en Malvinas. Su historial global exhibe un patrón de violencia corporativa. Premier Oil, su antecesora, fue socia de la dictadura birmana desde 1992 en la construcción de gasoductos que atravesaban la provincia de Tanintharyi. Allí, el ejército local —contratado por las petroleras— arrasó aldeas enteras para “liberar el terreno”, provocando asesinatos, secuestros, torturas, violaciones y trabajo esclavo. Las pruebas fueron contundentes: documentos, filmaciones, testimonios. La causa conocida como Doe vs. Unocal, en Nueva York, reveló la magnitud de los crímenes. Aunque no hubo condena, la presión obligó a Unocal a indemnizar y financiar la reconstrucción de cinco pueblos devastados.

En Londres, la indignación escaló hasta el Parlamento. La subsecretaria del Foreign Office, Patricia Scotland, reconoció públicamente en 2002 que el gobierno británico instó a Premier Oil a abandonar Birmania. Incluso la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi denunció que la empresa no solo financiaba a la dictadura, sino que además legitimaba su permanencia. Bajo la presión de organizaciones como The Burma Campaign UK y Earth Rights International, Premier Oil se retiró finalmente de Birmania, aunque nunca reconoció su complicidad y apenas admitió la existencia de “algunos casos aislados”.

El prontuario no termina allí. La otra parte de la fusión, Chrysaor Holdings, acumula un historial de incidentes ambientales en el Mar del Norte que resulta alarmante. Entre 2016 y 2022 se registraron al menos 38 episodios de derrames de petróleo, fugas de gas, escapes de fluidos de perforación y fallas estructurales en sus plataformas. Las multas ascendieron a 4.525 millones de libras. La plataforma Lomond, por ejemplo, tuvo que ser evacuada dos veces por riesgo de explosión debido a fugas masivas de gas. El nivel de negligencia habla por sí solo: se trata de una empresa con serias deficiencias de seguridad y con una conducta reincidente que pone en riesgo no solo al medio ambiente, sino también a la vida de trabajadores y comunidades costeras.

Ya bajo el nombre de Harbour Energy, la empresa protagonizó un incidente militar en octubre de 2024 en el Mar de la China Meridional. Su buque HE-7 desobedeció la orden de un guardacostas chino de retirarse de una zona disputada con Indonesia. La tensión escaló hasta el punto de involucrar a patrulleros indonesios y, en un gesto de escalada global, al portaaviones estadounidense USS Nimitz junto a una flota de guerra. La petrolera se convirtió, en cuestión de días, en detonante de un conflicto geopolítico que enfrentó a tres potencias. Es decir, Harbour Energy no solo amenaza ecosistemas: también actúa como un actor desestabilizador en escenarios internacionales sensibles.

El perfil corporativo se completa con la figura de Roy Franklin, hoy presidente no ejecutivo de Harbour Energy. Franklin es un viejo conocido en el mundo petrolero: presidió Premier Oil y Rockhopper Explorations, la empresa que descubrió el yacimiento Sea Lion en Malvinas y que luego vendió a Premier. También estuvo al frente de Cuadrilla Resources, pionera del fracking en el Reino Unido, cuya actividad fue tan dañina que el propio gobierno británico la prohibió tras múltiples derrames, microsismos y protestas sociales con represión incluida. La trayectoria de Franklin es un compendio de desprecio por el medio ambiente, violaciones a los derechos de las comunidades y negocios con regímenes autoritarios.

En este contexto, el desembarco de Harbour Energy en la Argentina bajo la administración Milei no es un simple capítulo económico, sino una herida profunda a la soberanía nacional. La pregunta es inevitable: ¿cómo puede un gobierno que se autoproclama defensor de la libertad y la patria entregar territorio, recursos y futuro a una empresa con semejante historial de abusos? La respuesta está en la lógica mercantil que guía a la actual gestión: todo se vende, incluso la dignidad nacional.

El peligro es doble. Por un lado, la violación a la soberanía argentina al permitir que una compañía que operó en Malvinas lo haga ahora en el continente. Por otro, el riesgo de que los antecedentes de contaminación, violaciones a los Derechos Humanos e incidentes internacionales se repitan en suelo argentino. Las provincias que hoy celebran la llegada de Harbour Energy podrían mañana lamentar desastres ambientales, conflictos sociales o la entrega de sus recursos estratégicos en condiciones lesivas para el país.

La complicidad del Estado es escandalosa. No se trata de ignorancia, sino de una decisión política deliberada de ocultar la ilegalidad de Harbour Energy y priorizar la renta de corto plazo sobre la defensa del interés nacional. El caso es un espejo incómodo de cómo el gobierno de Milei entiende la soberanía: una bandera que se agita en los discursos, pero que se entrega sin pudor en la práctica.

En definitiva, la presencia de Harbour Energy en Argentina no solo desnuda el desprecio de las autoridades por la soberanía y el medio ambiente. También exhibe un patrón de subordinación al poder económico global, un modelo que convierte a los recursos estratégicos del país en botín de corporaciones extranjeras con historiales criminales. Y lo más grave: lo hace con una impunidad que solo puede explicarse en un contexto político donde el gobierno, en lugar de proteger a su pueblo, actúa como garante de los intereses de las multinacionales.

Fuente: https://www.tiempoar.com.ar/ta_article/dano-ambiental-violacion-derechos-humanos-petrolera-opera-ilegalmente-en-argentina/

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *