El discurso del jefe de Estado incursiona cada vez más en la inobservancia del derecho vigente, cuando no directamente en la promoción de su violación lisa y llana.
(Por José Albarracin) El actual presidente argentino fue elegido tras una campaña en la que proclamó claramente su adhesión a una ideología tan utópica como impracticable: el «anarco capitalismo». Según esa visión, sería necesario abolir el Estado y el gobierno que lo conduce, para permitir que las fuerzas del mercado provean mágicamente a la felicidad de los seres humanos. Este nuevo anarquismo no propone entonces -como el que floreciera hace más de un siglo- una nueva estructura colectivista, sino un retorno a un estado previo a la civilización, donde impera la ley del más fuerte y el principio darwiniano de la supervivencia del más apto. El problema es, crecientemente, que en esta deriva, el discurso del jefe de Estado incursiona cada vez más en la inobservancia del derecho vigente, cuando no directamente en la promoción de su violación lisa y llana.
Siempre
Hay historiadores que postulan que, en realidad, la elite económica argentina tendría una tendencia anarquista, esto es, que preferiría el estado de anomia e inestabilidad permanente, ya que ese sería el caldo de cultivo ideal para obtener las ganancias extraordinarias a las que está acostumbrada, y que serían impensables en un país medianamente organizado. Considerando que durante el siglo XIX el país vivió al menos tres décadas en la anarquía, y que durante la centuria siguiente más de cinco décadas estuvieron signadas por los golpes de estado, el argumento parece atendible.
En términos políticos, la propuesta electoral de la actual administración fue siempre la de culpar a una categoría más o menos indefinida («la casta política») de todos los males del país, al tiempo que identificaba a los ricos como los «héroes» de la historia: incluso ensalzando su capacidad para violar la ley, tanto al evadir impuestos, como al contaminar el medio ambiente o violar los derechos laborales.
Se trata de un argumento más o menos pueril, no muy distinto de otros que identifican como el enemigo a los inmigrantes, a los musulmanes, o a los judíos: un recurso para incitar al odio de la población mientras se consolida el poder de una elite gobernante. Ese sistema se llama, aquí y en la China, «fascismo».
La verdad es que no existe una única «casta» sino muchas de ellas. Existe una casta política, de dirigentes deshonestos que incumplen sus promesas electorales y buscan perpetuarse en los cargos públicos; pero también una elite económica que busca medrar con los recursos del Estado, y una casta judicial, de funcionarios vitalicios y muy bien pagos que, en su ambición, se ponen al servicio del poder económico y reciben sus prebendas. Todas estas castas están representadas -y medrando descaradamente- en la actual administración.
Estado.
La verdad es que el Estado, y en particular, su formulación democrática y republicana, es una de las grandes conquistas de la civilización humana. El Estado, como árbitro que establece las reglas de juego y controla su cumplimiento, es una expresión de la racionalidad, ese atributo que distingue a la especie humana del resto del reino biológico.
Buena parte de los pensadores liberales clásicos que suelen citar los economistas del establishment argentino adherían a las teorías contractualistas sobre el origen del Estado. Esto es, creían que en el nacimiento de esta organización, existe un contrato entre los seres humanos, que aceptan resignar parte de su libertad y someterse a las normas comunes, propendiendo a un bien común superior. Es el caso de Adam Smith, que aunque propugnaba por un Estado mínimo, lo consideraba esencial para proteger la propiedad privada y los límites nacionales, administrar justicia y ocuparse de actividades poco rentables pero necesarias como la infraestructura y la educación.
La actual administración ni siquiera se conforma con ese Estado «mínimo»: ha abandonado por completo toda la obra pública, ha violentado escandalosamente la propiedad privada de millones de individuos (los ingresos de asalariados y jubilados, los derechos de propiedad intelectual de los artistas y creadores, etc.) y ha comprometido seriamente la administración de justicia.
Delito.
Si se quiere, el desprecio por el derecho vigente del actual presidente sería un acto de coherencia, ya que ese derecho deriva de los órganos del Estado. El problema es que, por ejemplo, cuando se refiere al principio de la justicia social como una «aberración», está desconociendo la letra explícita de la Constitución Nacional sobre la cual juró al asumir el cargo, prometiendo cumplirla y hacerla cumplir.
Del mismo modo, cuando en estos días se lo ve promoviendo un nuevo «blanqueo» destinado a capturar los dólares físicos atesorados por los argentinos, se ha manifestado preocupantemente desinteresado de que esos fondos pudieran tener un origen ilícito: no ya de la mera evasión impositiva, sino también si provienen de delitos graves como el narcotráfico o la trata de personas.
Según su explicación, el combate de ese tipo de delitos es tarea del Poder Judicial, no de la economía. Cuesta creer que estas expresiones provengan de la ignorancia: no puede ignorar que existe desde hace décadas un sistema internacional que, precisamente, para combatir al crimen organizado, se ocupa de la llamada «ruta del dinero», para impedir el «lavado» de divisas de origen espurio.
Acaso la mayor demostración del desprecio del presidente por la ley lo haya dado su probada participación en una estafa global con criptomonedas, delito por el cual deberá pagar, tarde o temprano, ante la justicia (que deberá ser extranjera, ya que la local brilla por su ausencia).
Mientras este espectáculo obsceno se despliega públicamente, casi toda la dirigencia nacional, incluyendo graduados en la ciencia del derecho, parecen mirar para otro lado, acaso «fingiendo demencia», como dice una expresión de uso corriente en estos días. El único que no finge demencia sería el propio presidente, que no necesitaría hacerlo.
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