Javier Milei celebra la llegada de dólares como si fuera una victoria, pero no hay épica en pedir prestado para saldar deudas previas. El nuevo acuerdo con el FMI expone con crudeza el modelo económico de un gobierno que proclama libertad mientras encadena al país a una dependencia cada vez más asfixiante.
El Fondo Monetario Internacional aprobó la octava revisión del acuerdo con Argentina, liberando un nuevo desembolso de 2.000 millones de dólares. El Gobierno de Javier Milei lo presenta como una buena noticia, pero esconde una lógica perversa: el dinero no se usará para inversión productiva, salud, educación o ciencia, sino para devolverle al mismo organismo que lo entrega. Es un circuito cerrado, una ficción contable en la que el Estado argentino actúa como mero intermediario entre sus propias penurias y la obsesión del Fondo por cobrar.
La dinámica es tan absurda como reveladora. La Argentina recibe un préstamo solo para girarlo de inmediato al FMI y, aun así, el gobierno lo celebra. No hay un peso que se traduzca en mejoras para la sociedad. No hay alivio para los jubilados, los trabajadores ni los sectores más golpeados por un ajuste brutal. En su lugar, hay un relato de “responsabilidad fiscal” que se sostiene con represión social, precarización de derechos y un endeudamiento que ya ni siquiera intenta disimular su carácter parasitario.
El desembolso fue aprobado tras una revisión en la que el FMI avaló el cumplimiento de las metas fijadas para el primer trimestre de 2025. Esas metas, por supuesto, no apuntan a mejorar la calidad de vida de los argentinos, sino a garantizar que el Fondo cobre. El Gobierno logró, entre otras cosas, un superávit fiscal primario equivalente al 0,7% del PBI durante ese período, algo que el propio organismo calificó como “extraordinario”. Pero lo que el FMI llama “extraordinario” tiene, en los hechos, una contracara dolorosa: es el resultado de recortes salvajes en el gasto público, despidos masivos en el Estado, licuación de salarios, jubilaciones y subsidios. Es el precio que paga la sociedad para que las cuentas le cierren al Fondo.
La narrativa oficial, celebrada por los voceros del mercado, sostiene que la Argentina está “corrigiendo desequilibrios” y “recuperando la confianza”. En realidad, lo que se está consolidando es un modelo de país para pocos, donde los dólares no ingresan para crecer sino para tapar agujeros. Es la misma lógica que ya fracasó: pedir dinero para pagar deuda, mientras se aplasta el consumo, se paraliza la obra pública y se desmantelan las funciones del Estado. Pero el gobierno libertario no solo reedita viejas recetas, sino que las aplica con un dogmatismo que roza el fanatismo. No se trata ya de un ajuste, sino de una cruzada ideológica contra todo lo que huela a derechos sociales.
El staff report del FMI, que será publicado en los próximos días, incluirá detalles adicionales sobre la evaluación técnica. Pero la decisión política ya está tomada: el organismo respalda a Milei. Lo hace no por sus resultados, sino por su obediencia. Mientras el presidente argentino repita el libreto ortodoxo y garantice pagos, el Fondo le extenderá la alfombra roja. Poco importa si en el camino destruye el aparato productivo, arrasa con el sistema científico o vacía la universidad pública. Para el FMI, lo central no es el bienestar de los pueblos, sino la continuidad de sus negocios financieros.
Lo más inquietante es que esta inyección de dólares no resuelve nada estructural. Al contrario, posterga definiciones que más temprano que tarde estallarán. El Gobierno insiste en que el acuerdo con el FMI es una plataforma de estabilidad, pero esa estabilidad está sostenida con alfileres: reservas comprometidas, inflación que apenas desacelera, caída del consumo, aumento de la pobreza. El propio Fondo advierte que el programa enfrenta “riesgos significativos”, una forma elegante de decir que lo que se vende como éxito podría convertirse en colapso en cualquier momento.
El anuncio del nuevo desembolso no estuvo acompañado de una conferencia de prensa ni de una explicación al país. Apenas un comunicado formal del FMI y una breve mención de la Oficina del Presidente. Es el reflejo de un modelo opaco, donde las decisiones que hipotecan el futuro se toman entre pocos, sin rendir cuentas. Mientras tanto, la sociedad sigue atónita ante un experimento económico que acumula récords de cinismo. Nunca en la historia argentina se vio un gobierno tan entusiasta por pagarle al Fondo Monetario, aun cuando eso implique más ajuste, más pobreza y más deuda.
El relato de la “motosierra” y la “licuadora” se consolida ahora con una tercera herramienta: la deuda. Milei no solo ajusta y licúa, también endeuda. Y lo hace con una velocidad alarmante. En apenas siete meses de gestión, el gobierno ha firmado más compromisos externos que cualquier otro en igual período desde el retorno democrático. Y lo más preocupante es que ese endeudamiento no tiene correlato en desarrollo, infraestructura o bienestar social. Es deuda para pagar deuda. Es como pedirle a un usurero que te preste para no caer en default con él mismo. Un sinsentido disfrazado de épica libertaria.
La aprobación del FMI no es, como insiste el oficialismo, una señal de confianza, sino una advertencia. El organismo solo presta cuando sabe que cobrará, y sabe que cobrará porque el gobierno argentino está dispuesto a hacer cualquier cosa para cumplir. Incluso si eso implica desguazar el Estado, empobrecer a la clase media y dinamitar el tejido social. La pregunta de fondo no es si se cumplirán las próximas metas, sino cuánto más puede resistir una sociedad agotada por el ajuste y la falta de horizonte.
La deuda es una cadena. Y cada nuevo desembolso no la afloja, sino que la ajusta más. A diferencia del relato gubernamental, no estamos frente a un logro, sino ante una rendición. El FMI marca el camino y la Casa Rosada obedece. La verdadera libertad, la que se grita desde los balcones, brilla por su ausencia cuando los destinos de un país se deciden en Washington. Y mientras tanto, el pueblo argentino paga. Como siempre.






















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