La Cámara Federal de Resistencia ratificó el procesamiento de exmilitares y expolicías por secuestros, tormentos y violaciones de domicilio durante la última dictadura. Una resolución judicial que rescata la voz de las víctimas, en un contexto político donde desde el Estado nacional se alienta una peligrosa desmemoria.
(Por Sofia Arregui) En una Argentina convulsionada por el ajuste brutal, la represión selectiva y la sistemática demolición del Estado de derecho en nombre de una supuesta libertad, una noticia judicial trae al presente lo que el poder de turno preferiría enterrar: la memoria viva de los crímenes de la dictadura. La Cámara Federal de Resistencia acaba de confirmar el procesamiento de once exmilitares y expolicías implicados en secuestros, torturas y violaciones de domicilio contra 23 víctimas, incluyendo a un bebé de apenas ocho meses. La causa, conocida como “Caballero IV”, vuelve a poner el foco sobre el aparato represivo estatal que operó en la provincia del Chaco entre 1974 y 1979. Pero también interpela al presente, donde las señales de la impunidad se multiplican desde la cúspide del poder.
Los hechos juzgados no dejan margen a la ambigüedad. Según la resolución, las víctimas fueron detenidas ilegalmente por su militancia social, política o religiosa, en operativos conjuntos entre el Ejército y la Policía del Chaco. Estudiantes secundarios y universitarios, docentes, profesionales y miembros de organizaciones como la Juventud Peronista, el PRT, el peronismo de base y las Ligas Agrarias, fueron blanco de un sistema meticuloso de persecución y aniquilamiento. El circuito del horror comenzaba con el secuestro, pasaba por el infierno de la Brigada de Investigaciones —centro clandestino de detención— y seguía con el confinamiento en la Alcaidía Policial o la cárcel federal U7. Allí, el Estado torturaba, humillaba y destruía cuerpos y subjetividades bajo un mismo mandato: el de exterminar al “enemigo interno”.
Los nombres que emergen del expediente judicial son piezas de ese engranaje siniestro. Exmilitares como Aldo Martínez Segón, Tadeo Betolli y Alberto Patteta, junto a policías de distintas jerarquías —José Francisco Rodríguez Valiente, Gabino Manader, Jorge Ángel Ibarra, José Marín, Emilio Zárate, Ignacio López— y agentes penitenciarios como Pablo César Casco, están procesados por delitos de lesa humanidad. Algunos cumplen prisión preventiva en la cárcel federal U7, otros fueron beneficiados con arresto domiciliario. La Justicia, aunque tardía, avanza. Pero no sin tensiones.
Porque el mismo país que produce este avance judicial es el que padece hoy un gobierno que reivindica públicamente a los genocidas. Un presidente que celebra a represores como Antonio Bussi o Ramón Camps en su discurso, que pone en funciones a una vicepresidenta que niega la dictadura y exige “reconciliación”, que recorta presupuestos destinados a los organismos de derechos humanos, que persigue a quienes enseñan memoria en las aulas, y que acusa de “adoctrinamiento” a las universidades públicas que aún resisten. ¿Cómo no leer este fallo en clave política?
El dictamen de las juezas Rocío Alcalá y Patricia García no deja lugar a dudas. Los testimonios de las víctimas fueron considerados “contundentes y verosímiles”, y se validaron con otros elementos probatorios y documentales. Se identificaron los lugares, los métodos de tortura, el perfil de los responsables, y se comprobó la existencia de un plan sistemático de represión dirigido a la población civil. Nada fue casual. Todo fue organizado. Planificado. Ejecutado desde el Estado con absoluta frialdad.
El caso de “Caballero IV” es apenas una parte de un entramado mayor. Una grieta profunda que atraviesa la historia reciente de nuestro país. Pero hoy, ese pasado regresa no como historia archivada, sino como advertencia. Cuando un gobierno se niega a pronunciar las palabras “terrorismo de Estado”; cuando se relativiza el número de desaparecidos; cuando se recibe con sonrisas a Victoria Villarruel en actos oficiales; cuando se le quita apoyo a los juicios de lesa humanidad; lo que se busca no es solo reescribir el pasado. Es abrirle la puerta a su repetición.
Hay que decirlo con todas las letras: los crímenes de lesa humanidad no prescriben. Pero el negacionismo es un veneno que lentamente erosiona la conciencia social. Por eso, cada resolución judicial que pone en su lugar a los responsables del horror es una piedra en el zapato del poder actual. Un recordatorio incómodo de que el pueblo argentino no olvida. De que sigue habiendo jueces, fiscales, querellas —como las de las Secretarías de Derechos Humanos de la Nación y la Provincia— que no bajan los brazos.
Resulta simbólico, además, que este fallo llegue mientras el gobierno de Javier Milei busca cercenar el financiamiento del Poder Judicial, desmantelar programas de memoria, verdad y justicia, y criminalizar la protesta social. Como si la justicia para las víctimas de la dictadura fuese un lujo innecesario. Como si mantener viva la memoria fuera un estorbo para el modelo libertario.
Pero la historia tiene sus propios mecanismos de defensa. Y en esa historia, los nombres de los torturadores no se olvidan. En esa historia, el bebé de ocho meses detenido con su madre no es una anécdota: es un emblema de lo que nunca más debe ocurrir. La causa Caballero IV pone en primer plano lo que el oficialismo actual quiere enviar al fondo de la agenda: que en Argentina hubo terrorismo de Estado, que fue sistemático, que contó con la complicidad de sectores civiles, eclesiásticos y empresariales, y que sus autores deben rendir cuentas.
En tiempos donde desde la cima del poder se banaliza el dolor, donde se invita a “mirar para adelante” sin saldar el pasado, donde se gobierna con desprecio por los derechos humanos conquistados con décadas de lucha, este fallo es una bandera. Una que flamea con fuerza desde el Chaco para recordarnos que la justicia tarda, pero llega. Que la verdad duele, pero libera. Y que la memoria, por más que intenten silenciarla, siempre encuentra la forma de hacerse oír.
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