El comandante Pedro Federico Tanco desmanteló una red de contrabando en Las Lomitas, Formosa. Su premio: un “traslado” intempestivo a Neuquén, ejecutado por la ministra Patricia Bullrich, bajo el ala de un gobierno que dice combatir la corrupción pero castiga a quien la enfrenta.
(Por Osvaldo Peralta) El caso expone una trama de lealtades políticas, encubrimientos y silencios incómodos. ¿Por qué el gobierno de Javier Milei, que se proclama paladín de la transparencia y enemigo de los privilegios, permite que se apague la voz de quien descubre un delito? La respuesta incomoda, pero es urgente contarla.
El silencio tiene peso. No hace ruido, pero aplasta. A veces cae sobre una persona, otras sobre una institución, y otras —como en este caso— sobre una verdad incómoda. Pedro Federico Tanco, comandante de Gendarmería, cometió un «pecado» imperdonable para los nuevos tiempos que corren bajo el gobierno de Javier Milei: hacer su trabajo.
Tanco estaba destacado se desempeñaba como Segundo Jefe del Escuadrón 18 La Lomitas de Gendarmería Nacional, fue notificado de su traslado a Neuquén, el cual ya se concretó. Este sitio tiene historia, no sólo climática —es conocida como la “capital nacional del horno”— sino también política: allí estuvo alojado Carlos Menem durante su arresto en la dictadura. En ese mismo lugar, años después, otro episodio de poder y oscuridad emergió del polvo chaqueño.
Tanco descubrió una operación de contrabando que no era menor. No se trataba de simples changarines trayendo ropa de Salta o Tarija. Era un entramado bien aceitado que movía electrodomésticos, bebidas alcohólicas y perfumes ingresados desde Bolivia. Una logística imposible sin cobertura política o, al menos, sin una vista gorda institucional. Cuando el comandante levantó la piedra, lo que vio no fueron insectos cualquiera: los nombres apuntaban directo a las entrañas del poder local.
El operativo fue eficaz, rápido, profesional. Pero también fue demasiado visible para los intereses de ciertos personajes. Los productos incautados, lejos de estar vinculados a simples comerciantes de frontera, estarían relacionados con personas allegadas al intendente Atilio Basualdo, jefe comunal de Las Lomitas. Basualdo es una figura singular: forjado al calor del insfranismo más pragmático, supo ver que el viento había cambiado de dirección y abrazó el proyecto libertario con una rapidez envidiable. Su padrino político hoy se llama Francisco Paoltroni, y su madrina, nada menos que la ministra de Seguridad Patricia Bullrich.
A veces, los vínculos políticos se sellan con abrazos; otras, con maquinaria. Según se desprende del caso, Bullrich le envió al municipio una motoniveladora y otros recursos logísticos. Un regalo con mensaje incluido: estamos con vos. Y cuando el comandante Tanco desbarató la operación que rozaba las vestiduras del nuevo aliado, la respuesta no tardó.
Sin mediar demasiadas explicaciones públicas, Tanco fue trasladado a Neuquén. Pasó del horno formoseño al hielo patagónico. Literalmente. Lo que se presentó como una “decisión operativa” encubre, en realidad, un castigo ejemplificador. Una manera sutil —pero feroz— de decirle al resto de la fuerza: no se metan donde no los llaman. O, mejor dicho, no toquen los negocios de nuestros aliados.
¿Y el discurso de la “casta”? ¿Dónde queda el relato libertario de la lucha contra la corrupción, el clientelismo y la impunidad? La respuesta es clara, aunque duela: quedó en el papel. En las promesas de campaña. En los micrófonos de los canales amigos donde Javier Milei grita mientras otros aplauden. En la práctica, el gobierno del anarco-capitalismo exhibe, cada vez con más nitidez, los mismos tics del viejo régimen al que dice detestar. Protege a los suyos, encubre negocios oscuros y desplaza a quienes se animan a romper el pacto de silencio.
Lo que le pasó a Tanco no es una excepción. Es un síntoma. De un Estado que, lejos de reducirse —como prometía el presidente— se reorganiza al servicio de intereses selectos. El caso del comandante desvela la convivencia obscena entre el poder político y económico, una simbiosis en la que las fuerzas de seguridad no deben intervenir, salvo que sea para blindar esos vínculos.
Pero no se trata solo de Tanco. Se trata del mensaje que esto envía a cada uniformado que aún cree en la vocación de servicio. Se trata de una Gendarmería que, bajo el mando de Bullrich, parece más preocupada por limpiar el camino de sus aliados que por defender la ley. Se trata de una democracia que, cada vez más, castiga la transparencia y premia el encubrimiento.
La gravedad del caso no radica únicamente en el acto del traslado, sino en el silencio institucional que lo rodea. No hay comunicado oficial que lo explique. No hay investigación interna que respalde la decisión. No hay defensa pública del comandante. Todo lo que hay es opacidad. Y, en política, lo que se oculta dice tanto como lo que se muestra.
En este contexto, la figura de Bullrich vuelve a cobrar centralidad. La ministra —que se jacta de mano dura y principios férreos— aparece, una vez más, del lado de los que tienen algo que esconder. Es la misma Bullrich que criminaliza la protesta, que reprime la disidencia, que estigmatiza a las universidades. Pero cuando un gendarme actúa con honestidad, lo manda al sur, al exilio del frío. Y no por estrategia, sino por castigo.
La historia de Pedro Federico Tanco debería ocupar los titulares de los medios nacionales. Debería encender alarmas en el Congreso. Debería abrir debates sobre la autonomía de las fuerzas de seguridad y la transparencia institucional. Pero nada de eso ocurre. Porque Tanco no es un influencer libertario, ni un panelista amigo, ni un CEO que compra bonos de deuda. Es apenas un gendarme que hizo su trabajo demasiado bien.
Y en la Argentina de Milei, eso puede ser un problema.
Porque este gobierno, que llegó prometiendo cortar privilegios, parece más interesado en redistribuirlos. Porque el combate a la corrupción parece estar reservado para los enemigos, no para los socios. Porque la moral libertaria se diluye cuando toca negocios propios. Y porque, al final del día, hay algo peor que el contrabando: la hipocresía institucionalizada.
El traslado de Tanco no es una anécdota. Es una advertencia. Una más en un país donde decir la verdad, cumplir la ley o desenmascarar a los poderosos no siempre tiene recompensa. A veces, tiene nieve. Y soledad.
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