Misiones: Crece el contrabando de productos que cruzan ilegalmente desde Brasil y Paraguay preocupando al sector comercial

La brecha cambiaria, la desregulación del comercio y la ausencia de controles eficaces empujan al contrabando como respuesta desesperada en las zonas de frontera. Cámaras empresarias de Misiones alertan sobre la caída de ventas legales, la pérdida de empleo y el ingreso de alimentos sin trazabilidad sanitaria. En paralelo, el modelo libertario festeja la competencia, aunque sea a costa de la seguridad alimentaria y el entramado productivo local.

En los márgenes del país, donde la línea entre lo legal y lo informal es cada vez más difusa, crece un fenómeno que amenaza con devorar al comercio formal, a las industrias locales y, sobre todo, al sentido común: el contrabando de productos básicos, especialmente alimentos, desde Brasil y Paraguay hacia Argentina. Esta práctica, lejos de ser nueva, ha encontrado un caldo de cultivo perfecto en la actual política económica del gobierno de Javier Milei, que, mientras predica la libertad de mercado, abandona deliberadamente cualquier intento de regulación o protección del comercio nacional.

Los testimonios que emergen desde las cámaras de comercio de ciudades fronterizas como Bernardo de Irigoyen o San Javier no dejan margen para la duda. Las góndolas de pequeños autoservicios se están llenando —sin que nadie lo impida— de productos que cruzan ilegalmente por pasos fluviales o trochas clandestinas. Lácteos, carnes, bebidas, snacks, electrodomésticos: todo cabe en una economía paralela que crece al calor de la desidia estatal y la desesperación social.

La situación es crítica. Carlos Amores, presidente de la Cámara de Comercio e Industria de Posadas (CCIP), puso blanco sobre negro: “Los supermercados registran una caída entre el 25% y 30% en ventas de alimentos”. ¿La razón? La llegada constante de productos paraguayos, más baratos gracias a la brecha cambiaria y a la ausencia de cargas impositivas. En otras palabras, los comercios legales están compitiendo contra una red de contrabando que no paga impuestos, que no cumple normas sanitarias y que se mueve con total impunidad.

Este panorama pone al descubierto una de las principales contradicciones del modelo libertario: mientras se celebran las supuestas “eficiencias del mercado”, se deja a la deriva a las economías regionales, a los pequeños y medianos empresarios y al consumidor, que termina siendo el eslabón más vulnerable de la cadena. Porque no se trata sólo de competencia desleal. También está en juego la salud pública.

“Nos preocupa mucho lo que está pasando, porque no es solo alimentos: también se ven electrodomésticos”, afirma Adrián Lasinski, presidente de la Cámara de Comercio de San Javier. Según su denuncia, hay productos comercializados por redes informales desde Buenos Aires, pero que en realidad provienen de Paraguay. Es decir, no sólo se trata de una cuestión local: el contrabando se esparce como una mancha de aceite hacia el centro del país.

Lasinski no escatima palabras: “Creemos que traen los alimentos en canoas, y hay un tiempo importante entre que salen de allá y arriban. Por ende, hay una pérdida importante en la cadena de frío”. Esta frase debería encender todas las alarmas. La carne o los lácteos que se venden en esas condiciones no sólo son ilegales; son directamente peligrosos para la salud.

Mientras tanto, desde el gobierno nacional, no hay señales. Javier Milei, que se jacta de “dinamitar el Estado”, ha retirado el pie del acelerador del control público. Las fuerzas de seguridad no dan abasto y los municipios —asfixiados financieramente— poco pueden hacer. El contrabando no es sólo tolerado: es una consecuencia directa del proyecto político en curso, que entiende cualquier regulación como un obstáculo para “el libre mercado”.

En este contexto, el programa “Ahora Góndola”, implementado en Bernardo de Irigoyen para paliar las asimetrías, suena a curita sobre una hemorragia. Aunque permite a los comercios vender productos de la canasta básica a precios subsidiados, no alcanza para frenar la marea de productos ilegales que inundan la frontera. La iniciativa es provincial, aislada y con recursos limitados. La Nación, por su parte, parece más interesada en mantener su narrativa de ajuste y dolarización que en atender una crisis que erosiona los pilares de la soberanía alimentaria.

Los grandes supermercados, por ahora, se muestran inmunes. Desde el Hiper Libertad, su gerente Ricardo Arrieta aseguró que no manejan productos ilegales. Lo mismo dijeron desde California y Diarco, aunque esta última admite tener carne brasileña en sus mostradores a un precio sensiblemente menor que la nacional. Aquí aparece otra arista del problema: incluso los comercios formales están empezando a mirar con simpatía el ingreso de productos importados, legales o no, como forma de sobrevivir al desplome del poder adquisitivo.

Porque, digámoslo sin rodeos: el verdadero motor del contrabando no es la picardía criolla ni la “ineficiencia del Estado”. Es el hambre. Es el ajuste salvaje que lleva adelante un gobierno obsesionado con los números pero indiferente a la realidad de las personas. Cuando un litro de leche nacional cuesta más del doble que uno traído de contrabando desde Paraguay, no se trata sólo de economía: se trata de dignidad.

Los empresarios lo saben. Lo gritan en cada reunión, como la celebrada recientemente por la Confederación Económica de Misiones (CEM), donde se plantearon alternativas, pedidos y reclamos. Pero los oídos de la Casa Rosada están ocupados en otras melodías: las del mercado financiero, los fondos buitres y las promesas de Silicon Valley.

Mientras tanto, en los márgenes del mapa, el país real se desangra. Las fronteras son coladores, los comercios cierran, los empleados pierden su trabajo, y los alimentos ilegales siguen llegando, sin cadena de frío y sin responsabilidad sanitaria. No se trata de “eficiencia” ni de “competencia”. Se trata de un Estado que, por decisión ideológica, ha dejado de ser garante del bien común.

El contrabando es el síntoma, no la enfermedad. La enfermedad es un modelo económico que desprecia la producción nacional, desarma los controles y convierte al ciudadano en cliente. Un modelo que, en nombre de la libertad, deja que cualquiera ponga lo que quiera en nuestras mesas, sin importar su procedencia ni su estado. En este sistema, el Estado no es garante; es espectador. Y los consumidores, con suerte, sobrevivientes.

Fuente:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *