Crónica del día en que un simple fierro de prensa se atrevió a lo impensado: tocar al Libertario Supremo
Dicen que fue un accidente. Que el viento. Que la logística. Que una fatal combinación entre la velocidad libertaria y la física elemental. Pero todos sabemos que no fue casualidad. Lo del micrófono fue un intento de magnicidio simbólico, perpetrado por un objeto insurgente que, harto de escuchar sandeces sin poder interrumpir, decidió pasar a la acción directa.
¡Y vaya si lo logró! El presidente Javier Milei, ese gladiador del libre mercado, el mesías anti-casta que combate “el zurdaje” con frases de TikTok, fue víctima de un violento atentado perpetrado por un aparato de transmisión de una señal de noticias poco afectuosa con su gobierno.
Sí, un micrófono. Un mísero micrófono. No un dron iraní, no un sicario bolivariano, no un hacker cubano-chino-venezolano. No: un micrófono atado con cinta gris a un palo, impulsado por el vendaval del destino o, quizás, por la mano invisible de la justicia poética.
La escena fue digna de una tragicomedia nacional. Milei bajaba de su limusina ideológica envuelto en una túnica neoliberal cuando, de pronto, ¡ZAS!, el micrófono lo impactó. No en la cabeza, sino en el ego. El líder se estremeció. Las redes estallaron. Los trolls lloraron. Y en TN dudaron: ¿no será esta la primera señal del apocalipsis libertario?
En la escena no hubo sangre, pero sí mucho dramatismo. La custodia, más lenta que la motosierra para bajar jubilaciones, reaccionó tarde. Nadie se llevó al micrófono detenido. Nadie lo esposó. Nadie lo imputó por sedición electrónica. Pero deberían. Ese micrófono osó desafiar al hombre que gritaba “¡Viva la libertad, carajo!” mientras recortaba el presupuesto de los hospitales.
En la conferencia posterior, muchos esperaban que el presidente hiciera lo que mejor sabe: victimizarse y gritar “¡me quieren voltear!” al mejor estilo “opereta mediática zurda”. Pero no. Sorprendentemente, optó por una sobreactuada indiferencia. “No pasó nada”, dijo, mientras su mirada revelaba que sí: había pasado algo. Su invulnerabilidad épica se había topado con el más plebeyo de los enemigos: un micrófono proletario.
¿Y quién era el culpable? Algunos apuntan a C5N. Otros, más suspicaces, a Canal 9. Los conspiranoicos afirman que se trató de un aparato modificado por agentes del Mossad, resentidos por la cancelación de su serie favorita en Netflix. Y hay quienes sostienen que fue enviado por la mismísima Cristina, vestida de productora freelance.
Lo cierto es que Milei, por un segundo, fue humano. De carne, hueso y caprichos. No gritó, no tuiteó, no insultó. Solo recibió el golpe y siguió. Como cualquier mortal. Como cualquiera de nosotros. Aunque eso, para sus seguidores, sea la peor de las traiciones.
Epílogo: el micrófono que quiso ser héroe
Hoy el micrófono yace en algún rincón de Canal X, con su varilla doblada y la espuma despeinada. Dicen que otros equipos lo miran con respeto. Que los micrófonos de La Nación+ lo odian. Que en Radio Nacional lo quieren como columnista. Y que en Tecnópolis están haciendo una réplica para el pabellón del arte subversivo.
Porque ese día, aunque parezca insignificante, un simple micrófono dijo basta. Y le recordó a Javier Milei, aunque sea por un instante, que hasta los fierros hablan cuando los pueblos callan.
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