La Justicia pidió la detención del hijo del diputado libertario Pablo Ansaloni por tentativa de homicidio tras la brutal golpiza a un adolescente

La causa sacude al oficialismo, que hasta ahora prefiere mirar hacia otro lado. Mientras la fiscalía avanza con el pedido de detención por una salvaje agresión que dejó a un joven hospitalizado y con secuelas físicas severas, el Gobierno de Javier Milei guarda silencio. ¿Hasta dónde llega la vara ética de quienes prometieron terminar con los privilegios de «la casta»? ¿Y qué ocurre cuando el apellido del agresor se escribe con letras del oficialismo?

Un adolescente golpeado con saña hasta quedar internado. Un hijo del poder implicado. Una Justicia que se mueve y un Gobierno que calla. Esa es, en pocas palabras, la postal que dejó el reciente episodio ocurrido en Colón, provincia de Buenos Aires, donde la brutal golpiza sufrida por Guido Ruiz, de apenas 17 años, no solo conmocionó a la comunidad local, sino que ahora comienza a escalar políticamente: uno de los principales acusados es Gino Ansaloni, hijo del diputado nacional de La Libertad Avanza y sindicalista rural, Pablo Ansaloni.

La causa judicial avanza con firmeza. La fiscal del caso, Magdalena Brandt, fue tajante al caratular el hecho como “tentativa de homicidio”. No es para menos: las imágenes captadas por las cámaras de seguridad no dejan margen para la duda. No fue una simple riña de boliche, como algunos sectores intentaron instalar. Fue un ataque despiadado, un linchamiento selectivo. Según los registros, el adolescente fue perseguido y golpeado salvajemente por al menos tres jóvenes, entre ellos Ansaloni hijo. El saldo: fractura de mandíbula, nariz rota, piezas dentarias perdidas, traumatismos múltiples y un cuerpo visiblemente destrozado.

Pero más allá del horror del hecho, lo que verdaderamente indigna es el silencio ensordecedor del oficialismo. Ese mismo oficialismo que se rasga las vestiduras hablando de “mérito”, “orden” y “moral”, ahora parece mirar para otro lado cuando el agresor es parte del círculo íntimo de poder. ¿Dónde quedó el discurso contra la impunidad? ¿O acaso la vara ética se acorta cuando se trata de los propios?

La doble moral de La Libertad Avanza ya no es una sospecha; es una evidencia. Mientras pregonan austeridad y repudian el supuesto privilegio de «la casta», protegen con su manto de silencio a un legislador cuya familia está implicada en un caso gravísimo de violencia juvenil. ¿No era que venían a terminar con los privilegios? ¿No era que en su gobierno no había lugar para los acomodos ni las protecciones políticas?

La respuesta del aparato libertario ha sido, hasta ahora, una mezcla de indiferencia y ocultamiento. Ni una sola declaración de repudio por parte de los referentes del espacio. Ni una palabra del propio diputado Pablo Ansaloni. Nada. Solo el avance de la fiscalía que, afortunadamente, no se dejó amedrentar por los apellidos ni por las estructuras de poder. El pedido de detención ya fue solicitado, y no solo contra Ansaloni hijo, sino también contra los otros dos jóvenes que participaron del ataque.

Es imposible no advertir las similitudes con otros casos donde el poder se vuelve escudo. El silencio es una forma de complicidad. Y en este contexto, no puede leerse de otra manera. Resulta alarmante cómo, cuando los hechos golpean puertas libertarias, la transparencia prometida se vuelve opaca, la honestidad se disuelve en evasivas, y el discurso del castigo ejemplar se transforma en protección corporativa.

La situación judicial todavía tiene capítulos por escribirse. Según trascendió, los abogados defensores de los agresores ya presentaron recursos intentando frenar las órdenes de detención. Mientras tanto, Guido Ruiz sigue internado, con el rostro deformado por los golpes, el cuerpo herido, y una familia que espera justicia en medio de la impunidad política.

Su hermana, Guadalupe, relató con crudeza las secuelas del ataque: “Tiene la mandíbula fracturada, se le cayeron dos dientes, tiene traumatismo en un ojo… Lo molieron a golpes”. ¿Qué tan profundamente debe sufrir una víctima para que el poder deje de mirar hacia otro lado?

Y es que este no es un caso aislado, sino parte de una matriz más amplia. El gobierno de Milei, que se presentó como un cambio de paradigma, no está exento de las viejas prácticas que tanto criticó. Cuando la violencia toca a sus filas, la respuesta no es la condena, sino el blindaje. Una dinámica conocida, pero aún más hipócrita viniendo de quienes prometieron barrer con todos los privilegios y poner fin a “la casta”.

Paradójicamente, el diputado Pablo Ansaloni, padre del acusado, se convirtió en referente del mileísmo tras una breve peregrinación política que lo llevó desde el sindicalismo rural hasta el Congreso de la mano de los libertarios. No es un outsider ni un advenedizo: es parte del entramado oficial. Su silencio es elocuente y, al mismo tiempo, profundamente cómplice.

Pero no todo se reduce a la figura del padre. La responsabilidad institucional también alcanza a Javier Milei, cuyo silencio en este caso contrasta brutalmente con su histrionismo mediático y su afición por los escraches públicos. Cuando se trata de atacar a opositores, Milei es rápido, directo y virulento. Pero cuando la violencia proviene de su propio espacio, el león se convierte en gato doméstico.

El caso de Gino Ansaloni debería ser un punto de inflexión. No se trata solo de un hecho policial, sino de un reflejo nítido de cómo el poder actúa cuando la ética entra en colisión con la conveniencia política. Y la pregunta que late, incómoda, es simple: ¿qué pasaría si el agresor fuera hijo de un dirigente opositor?

La credibilidad del Gobierno se construye, entre otras cosas, sobre la coherencia entre el discurso y la acción. Si no hay repudio, si no hay sanciones, si no hay una clara distancia entre los funcionarios y los hechos aberrantes que los rodean, entonces toda su prédica moral se cae como un castillo de naipes.

Mientras la fiscalía sigue trabajando, mientras Guido Ruiz intenta recuperarse y su familia clama justicia, el país observa. Y el silencio, cuando proviene de los poderosos, es una forma de violencia. Una violencia que no deja moretones visibles, pero que duele igual o más. Porque demuestra que, en el fondo, todo sigue funcionando igual: la impunidad no murió, solo se cambió de color político.

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