A partir del 1 de enero de 2027, los colectivos nuevos que circulen por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires deberán funcionar exclusivamente con gas natural comprimido (GNC) o electricidad. Así lo dispuso una resolución del Gobierno porteño que afectará a las 30 líneas de transporte público bajo su jurisdicción.
La normativa excluye las unidades diésel nuevas, aunque permite que las que actualmente prestan servicio sigan funcionando hasta cumplir los 10 años de antigüedad máxima permitida. La medida es presentada como un avance en políticas de “movilidad sustentable”, aunque no está claro cómo será financiada ni cómo impactará en las empresas prestadoras, ya golpeadas por aumentos de costos y falta de subsidios nacionales.
¿Transición sustentable o marketing verde?
El anuncio se da en un contexto en el que varios países del mundo avanzan hacia sistemas de transporte público más limpios, pero con fuertes inversiones estatales detrás. En China, por ejemplo, más del 60% de los colectivos en ciudades como Shenzhen ya son eléctricos, gracias a un ambicioso plan estatal que incluye subsidios, infraestructura de carga y producción nacional. Chile implementó una de las flotas más grandes de buses eléctricos de América Latina en Santiago, con apoyo financiero chino y planificación a largo plazo.
En contraste, en Argentina no se ha presentado hasta ahora un plan nacional integral que acompañe esta transformación. El transporte público sigue dependiendo en gran parte del gasoil y, en muchos casos, de unidades obsoletas. Las dudas sobre cómo se financiará este cambio en CABA —ya que no está previsto un subsidio específico ni un crédito accesible para las empresas— crecen entre operadores y trabajadores del sector.
Un modelo con letra chica
Actualmente circulan en la Ciudad minibuses eléctricos en el recorrido Retiro-Parque Lezama, una línea especial que no forma parte del sistema tradicional y cuyo boleto comenzará a cobrarse en las próximas semanas. Aunque se presenta como ejemplo de futuro, su alcance real es mínimo.
El objetivo de “descarbonizar” el transporte urbano no es discutible. Lo que sí está en debate es la forma en la que se implementan estas políticas. Sin inversiones, sin participación de los trabajadores y sin un debate público amplio, este tipo de medidas parecen más un gesto de marketing que una transformación estructural.
¿Quién se beneficia con esta transición? ¿Qué empresas estarán detrás de la nueva infraestructura? ¿Qué impacto tendrá esto en el boleto? Preguntas sin responder que vuelven a mostrar una gestión más preocupada por la imagen que por los resultados concretos.




















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