¿Están locos? Milei abraza al negacionismo científico y junto al Ministerio de Salud reproducen una mentira antivacunas sobre el COVID-19

En una jugada tan temeraria como peligrosa, el Gobierno nacional difundió información falsa sobre el proceso de aprobación de las vacunas contra el COVID-19, alineándose con los postulados del negacionismo antivacunas. Esta afirmación, rechazada por la evidencia científica y organismos internacionales, no solo mina la confianza en la salud pública, sino que instala un precedente inquietante sobre el uso político de la desinformación desde el propio Estado.

Cuando pensábamos que la crisis sanitaria global provocada por el COVID-19 había dejado lecciones claras sobre la importancia de la ciencia, la evidencia y la cooperación internacional, el Ministerio de Salud de la Nación, bajo el mando de Mario Lugones, decide desandar el camino. En un comunicado oficial emitido tras la visita del secretario de Salud de los Estados Unidos, Robert Kennedy, la cartera sanitaria aseguró que “la vacuna contra el COVID-19 fue aplicada sin grupo de control”. La frase, disfrazada de tecnicismo, es una mentira flagrante.

Esta declaración no sólo contradice los principios básicos de la investigación clínica moderna, sino que también se alinea con el corazón mismo de los discursos antivacunas más retrógrados y peligrosos. No es un error menor. Es una declaración institucional con consecuencias graves.

En tiempos donde las redes sociales potencian cualquier mensaje, que el propio Ministerio de Salud difunda una falsedad de esta magnitud no solo siembra confusión, sino que dinamita la confianza en las campañas de vacunación futuras. Afirmar que no hubo grupo de control en los ensayos de las vacunas contra el COVID-19 equivale a negar uno de los pilares metodológicos del desarrollo científico: la comparación aleatoria entre quienes reciben la vacuna y quienes reciben un placebo.

Pero los datos están ahí, sólidos como la ciencia que los respalda. En los ensayos clínicos de Pfizer, por ejemplo, participaron cerca de 44.000 personas, de las cuales poco más de la mitad recibió la vacuna y el resto un placebo. Más aún: Argentina no fue una simple espectadora. Nuestro país aportó más de 5.700 voluntarios a esa investigación, que fue publicada en la prestigiosa revista The New England Journal of Medicine el 10 de diciembre de 2020. En pocas palabras: el ensayo fue doble ciego, randomizado y controlado con placebo. La vacuna demostró una eficacia del 95% contra la enfermedad sintomática. ¿Dónde está el “sin grupo de control”?

La afirmación del Ministerio de Salud no es apenas una pifia técnica. Es una manipulación ideológica. Una narrativa deliberada que busca instalar la idea de que las vacunas se aprobaron “de apuro” o “sin pruebas suficientes”, cuando en realidad se utilizaron procedimientos extraordinarios pero rigurosos, precisamente porque estábamos ante una emergencia sanitaria sin precedentes.

La autorización de uso de emergencia, aplicada por la ANMAT en diciembre de 2020, no significó “saltarse fases”, como sugieren los voceros del actual gobierno. Implicó acelerar procesos burocráticos sin relajar los estándares de calidad, eficacia y seguridad. Y una vez aplicada la vacuna, comenzaron los estudios de fase IV o farmacovigilancia, que siguen monitoreando sus efectos en la población general. No hubo atajos. Hubo urgencia, sí, pero con respaldo científico.

La falsa narrativa oficial no sólo hace eco del discurso de Robert Kennedy Jr., un histórico activista antivacunas que hoy ocupa un lugar institucional en los Estados Unidos. También revive los argumentos más burdos y desacreditados del negacionismo: que las vacunas no son seguras, que se aplican sin suficiente estudio, que el Estado impone productos experimentales sobre cuerpos inocentes. Nada de eso es cierto, pero todo eso es peligroso.

Los expertos no dejan margen de duda. Pablo Bonvehí, infectólogo y miembro de la Sociedad Argentina de Infectología, explicó que los ensayos de vacunas como Pfizer, Sinopharm, Janssen o Cansino fueron todos aleatorizados, con asignación al azar y doble ciego. Eduardo López, uno de los infectólogos más reconocidos del país, aclaró que se usó placebo —una sustancia sin efecto terapéutico— para establecer con precisión la eficacia y seguridad de la vacuna.

Incluso las excepciones confirman la regla. La vacuna de AstraZeneca, por ejemplo, fue aprobada con un número más reducido de pacientes en fase 3, lo que llevó a un monitoreo más riguroso en fase IV. Pero esto no significa que no haya habido grupo de control: significa que las condiciones de urgencia obligaron a ajustar los protocolos, sin eliminar los controles. Así funciona la ciencia en tiempos críticos: con prudencia, pero sin parálisis.

Las vacunas no nacen por arte de magia. Son el resultado de años —y a veces décadas— de investigación acumulada, de estudios sistemáticos, de pruebas rigurosas. En el caso del COVID-19, hubo una convergencia sin precedentes de recursos, voluntades y tecnología, que permitió desarrollar soluciones efectivas en tiempo récord. Negar eso es escupir sobre el esfuerzo de miles de científicos, médicos, voluntarios y organismos internacionales que salvaron millones de vidas.

Pero aquí estamos, en un país gobernado por un presidente que niega el cambio climático, recorta presupuestos científicos, desprecia a la universidad pública y ahora, desde su Ministerio de Salud, reproduce una narrativa que coquetea peligrosamente con el oscurantismo. ¿Qué viene después? ¿Volver al dióxido de cloro? ¿Dar lugar a médicos truchos que militan desde YouTube?

Lo que está en juego no es una declaración desafortunada. Es el rol del Estado como garante del derecho a la salud, como transmisor de información confiable, como defensor de la evidencia. Si desde el propio Ministerio se promueven falsedades peligrosas, ¿qué podemos esperar de la política sanitaria que viene?

Las palabras no son inocuas, y menos cuando vienen de un ministerio. Alimentar dudas infundadas sobre las vacunas en un país que logró controlar parcialmente la pandemia gracias a ellas es, en el mejor de los casos, una irresponsabilidad brutal. En el peor, es una estrategia deliberada para desmantelar el rol del Estado en la salud pública y entregarlo al mercado, a las corporaciones, al lucro.

Frente al negacionismo que se disfraza de escepticismo y a la ideología que se viste de tecnicismo, sólo queda la evidencia. Sólo queda la verdad, esa que a este gobierno parece incomodarle tanto como el derecho a la salud, la ciencia pública o la vida de los sectores más vulnerables.

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