El acuerdo entre Luz y Fuerza y Nucleoeléctrica Argentina S.A. desató una ola de indignación entre los trabajadores, que ya protagonizan una deserción masiva y se autoconvocan contra “los salarios de pobreza”. Con un aumento salarial de apenas el 1,3% mensual para un trimestre atravesado por una inflación que lo triplica, más de 350 empleados de Atucha ya dieron el portazo al sindicato. La conducción de Luz y Fuerza, leal al ajuste de Milei, es acusada de traición. El malestar crece y la rebelión se organiza.
En la Central Nuclear Atucha la temperatura no la miden solo los reactores: el termómetro social marca cifras alarmantes y los trabajadores están que explotan. La chispa que encendió esta nueva fase del conflicto fue un acuerdo salarial que, más que una conquista, parece una rendición humillante. El 6 de junio, el Sindicato Luz y Fuerza Zona del Paraná firmó con Nucleoeléctrica Argentina S.A. (NA-SA) un ajuste paritario que otorgará aumentos del 1,3% para cada mes del trimestre marzo-mayo. En una economía en la que la inflación oficial —y ni hablar de la real— ya pasó por encima de ese número como un tren sin frenos, lo que queda no es mejora sino retroceso. No es salario, es limosna.
La firma del acuerdo no hizo más que confirmar lo que muchos en Atucha ya venían sospechando: que la cúpula sindical dejó de ser aliada de los trabajadores para transformarse en cómplice del saqueo. Porque eso es, en definitiva, lo que significa aceptar paritarias un tercio por debajo de la inflación: dejar que el ajuste pase sin resistencia, convalidar la licuadora que impulsa el gobierno de Javier Milei y convertirse en un engranaje más del aparato de empobrecimiento generalizado.
El malestar no es silencioso. Y si lo fue en algún momento, ya dejó de serlo. En una de las decisiones más contundentes de los últimos años dentro del movimiento obrero organizado, más de 350 empleados de Atucha ya se desafiliaron del sindicato. Un éxodo sindical masivo que no se explica sin la profunda crisis de representatividad que enfrenta Luz y Fuerza. La dirigencia nacional, comandada por Guillermo Moser, no sólo validó la pauta oficial sino que la impuso hacia abajo, rompiendo cualquier atisbo de autonomía gremial.
La situación es tan crítica que los trabajadores convocaron para este martes una asamblea autoconvocada. No esperan ya respuestas de una estructura sindical que consideran podrida. Toman la palabra y la calle por su cuenta. A las 8 de la mañana, la consigna será una sola: basta de salarios de pobreza. No se trata de una frase hueca, sino de una verdad cruda que se palpa en los changuitos de supermercado, en las cuentas impagables, en la angustia diaria de no llegar a fin de mes.

Y hay algo más grave aún: la bronca no es sólo contra el acuerdo firmado, sino contra los métodos represivos utilizados dentro del propio gremio para acallar las voces disidentes. El interventor regional, Miguel Victorero, carga con graves denuncias por haber expulsado a trabajadores que se atrevieron a cuestionar sus decisiones. Entre los expulsados hay incluso dirigentes electos por la base. En otras palabras: ni democracia sindical ni libertad de expresión. Solo verticalismo, amenazas y castigo al que no se alinea con la entrega.
La situación en Atucha es un síntoma, pero también una advertencia. Un síntoma de la fragilidad creciente del sistema sindical argentino frente a un gobierno que promueve el empobrecimiento planificado, y una advertencia de que el “modelo Milei” no puede sostenerse sin traiciones internas. Porque, seamos claros: ningún ajuste de esta magnitud sería posible sin sindicatos que elijan rendirse antes que luchar.
Mientras el gobierno se jacta de “domar” la inflación (manipulando los índices, pateando pagos y congelando salarios), lo que verdaderamente está domado es un sector del sindicalismo, acostumbrado a las oficinas refrigeradas y alejado del sudor de fábrica. La firma del 1,3% no es un número más: es la declaración de principios de una dirigencia que se sacó la camiseta obrera y se vistió de tecnócrata servil.
Y Atucha no es un lugar cualquiera. Allí se juega una parte estratégica de la soberanía energética argentina. Allí trabajan miles de personas que sostienen una infraestructura crítica para el país. Que en ese núcleo se esté gestando una ruptura sindical, una revuelta organizada y una masiva desvinculación de afiliados, debería encender todas las alarmas del poder político y sindical. Pero en vez de escuchar, eligen reprimir. En lugar de rectificar, se atrincheran.
No hay que confundirse: lo que ocurre en Atucha no es una reacción aislada ni caprichosa. Es la expresión de una clase trabajadora que empieza a decir basta. Que se cansa de los sueldos que no alcanzan, de las conducciones que negocian de espaldas a sus bases, y de un modelo económico que solo cierra para los de arriba. Mientras Milei celebra el “déficit cero” y se abraza con los gurús del mercado, abajo todo se desmorona. La rebelión en Atucha es una grieta en esa fachada.
Este conflicto, además, pone en cuestión el papel que debe jugar el sindicalismo en este nuevo escenario. ¿Será simplemente una correa de transmisión de los designios gubernamentales o recuperará su histórica función de defensa activa del interés de los trabajadores? Por ahora, Luz y Fuerza eligió lo primero. Pero los obreros de Atucha están empezando a construir lo segundo, desde abajo, con organización, rebeldía y autoconvocatoria.
Los próximos días serán decisivos. La asamblea autoconvocada puede ser el punto de partida de una reconstrucción sindical que no se conforme con representar sino que se atreva a resistir. En un país donde todo se desvaloriza, ellos eligen recuperar el valor de la dignidad.
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