El ajuste invisible: Con un nuevo aumento del 1% en naftas y gasoil, Milei carga el costo del ajuste sobre los usuarios

A partir del 1° de junio, los surtidores en todo el país reflejan un nuevo incremento en los precios del combustible. Aunque el Gobierno intenta mostrar moderación al aplicar solo una porción de la actualización impositiva, la realidad indica que en lo que va del 2025 el precio de los combustibles ya subió un 40%. Una estrategia económica que exprime al ciudadano común mientras se venden ilusiones de eficiencia, inteligencia artificial y modernización de precios. ¿Quién gana con este modelo? Definitivamente, no los de abajo.

El frío de junio llegó con una sorpresa bien caliente: un nuevo aumento en los combustibles. Discreto, aparentemente menor, casi imperceptible en las placas televisivas y titulares de diarios oficialistas. Un 1% más caro el litro de nafta y gasoil, apenas unos pesos que podrían parecer insignificantes, si no fuera porque en el acumulado del año, el incremento ya trepó al 40%. Cifra que, comparada con los salarios, desnuda el desbalance brutal de una economía empujada al abismo por una motosierra que solo corta en una dirección: hacia abajo.

La petrolera estatal YPF fue, una vez más, la punta de lanza. Antes que nadie, aplicó el ajuste en sus estaciones de servicio, dejando en claro que el «libre mercado» que pregona el Gobierno de Javier Milei funciona en una sola dirección: al ritmo que marca el Ejecutivo nacional. En pocas horas, el resto de las compañías del sector siguieron el mismo camino, en un juego de imitación corporativa que arrasa con la competencia pero mantiene intacto el espíritu del ajuste.

Los precios actualizados en la Ciudad de Buenos Aires hablan por sí solos. La nafta súper, ahora a $1.184 el litro, apenas once pesos más que el día anterior. ¿Parece poco? Depende para quién. Para quien debe llenar el tanque para ir a trabajar todos los días, esos centavos por litro se convierten en miles de pesos a fin de mes. Para las pequeñas empresas, los fleteros, los trabajadores rurales o los repartidores, es la diferencia entre la rentabilidad mínima y la pérdida total. Pero a nadie parece importarle. En la lógica libertaria, si no podés pagar, caminá. Literal.

El Gobierno argumenta que este ajuste responde a la actualización parcial del Impuesto a los Combustibles Líquidos (ICL) y al dióxido de carbono (IDC), dos cargas que forman parte de la compleja estructura impositiva del sector. Curiosamente, desde Casa Rosada se apuran en aclarar que no aplicaron el total del aumento previsto por ley, sino solo una fracción. Como si fuera un favor, un gesto magnánimo, una muestra de sensibilidad fiscal. Pero el resultado, en la práctica, es el mismo: más presión para los de siempre, menos ingresos para un Estado que se desangra entre recortes y privilegios.

La paradoja es feroz: para no “generar inflación”, se aplican aumentos fragmentados, que sin embargo no dejan de acumularse. Según la consultora Economía y Energía, el congelamiento parcial del impuesto genera una pérdida de ingresos superior a los 200 millones de dólares mensuales para el Estado. Un agujero fiscal que luego se busca tapar con recortes brutales en salud, educación y ciencia. Es decir, se resigna recaudación impositiva directa para no alterar los precios «de golpe», pero se compensa ajustando donde más duele: en el tejido social.

A esto se le suma una jugada que, bajo el manto del discurso tecnocrático, anticipa un nuevo tipo de saqueo. La petrolera YPF se prepara para lanzar a fines de junio su Real Time Intelligence Center, un sistema de inteligencia artificial que permitirá aplicar precios segmentados por franja horaria, demanda y localización. Lo llaman «micropricing», pero huele a hiperajuste. ¿La idea? Cobrar más en horarios pico y ofrecer descuentos a la madrugada. Un modelo sacado del manual de Amazon, disfrazado de modernización, que en la práctica convierte al combustible en un producto más de consumo especulativo. Llenar el tanque será como comprar pasajes de avión: quien no tiene tiempo para esperar, paga el doble. O no paga, y se queda quieto.

El presidente de YPF, Horacio Marín, lo explicó con entusiasmo tecnocrático en el Congreso Maizar: “Facilita la toma de decisiones de forma instantánea y permite generar valor segundo a segundo”. Palabras que quizás entusiasmen a los accionistas, pero que a los ciudadanos de a pie les suenan a amenaza. Porque mientras en las alturas celebran su “capacidad de reacción dinámica”, abajo la gente solo puede mirar cómo el precio del combustible sube sin tregua y sin lógica clara, al compás de decisiones que nadie discute ni cuestiona.

El panorama general no deja mucho margen para el optimismo. Durante mayo, la nafta y el gasoil experimentaron primero una baja del 4% —producto de la caída en los precios internacionales del petróleo—, pero rápidamente esa rebaja fue revertida con otro aumento del 0,2 al 0,46% por el alza en los biocombustibles. Un juego de espejos que no engaña a nadie: cuando hay que subir, se sube rápido; cuando toca bajar, se hace con cuentagotas y se revierte antes de que el consumidor lo note.

En paralelo, el discurso oficialista intenta imponer la idea de que el mercado lo regula todo, que los precios se acomodan solos y que el Estado no debe intervenir. Sin embargo, el precio de los combustibles está absolutamente atado a decisiones políticas. La actualización del ICL, por ejemplo, fue congelada durante buena parte del 2023, y ahora se descongela en cuotas, al ritmo que marca el humor del Presidente y las necesidades fiscales del Gobierno. No hay libre mercado: hay planificación ajustadora con envoltorio de eficiencia.

Detrás de esta estructura de precios y tecnocracia fiscal hay una realidad que no se menciona en los partes oficiales: la transferencia de recursos desde los sectores medios y populares hacia las grandes corporaciones del sector energético. Cada aumento, cada impuesto actualizado, cada algoritmo que decide cuánto se paga según la hora del día, representa una nueva vuelta de tuerca en el modelo extractivo que Javier Milei eligió imponer. Uno en el que el esfuerzo siempre viene del mismo lado, y los beneficios se reparten entre los mismos de siempre.

Y mientras tanto, el bolsillo sigue perdiendo. La nafta más cara significa alimentos más caros, transporte más costoso, logística encarecida. Porque en la Argentina del siglo XXI, donde todo se mueve a pulmón, el combustible es el oxígeno que mantiene viva la rueda productiva. Aumentar su precio no es una decisión técnica: es una bomba de tiempo con efectos directos sobre la inflación, el empleo y la vida cotidiana.

A esta altura, no quedan dudas de que el “plan de estabilización” de Milei tiene un costo humano altísimo. Y el combustible es apenas una muestra más de la estrategia general: fragmentar, disimular, maquillar los ajustes para evitar el estallido, pero sin detener el desangre.

Que no nos confunda el 1% de aumento. Ese punto porcentual es apenas la punta del iceberg de una política que, con cada litro que se paga más caro, nos empuja un poco más al borde del colapso social. Porque cuando se gobierna con algoritmos y se administra con Excel, lo que se pierde es la dignidad de quienes deben vivir con las consecuencias. Y eso, aunque no se vea en los gráficos, duele. Y mucho.

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