Docentes, no docentes y estudiantes colmaron las calles porteñas para rechazar la política de asfixia del Gobierno de Milei

La multitudinaria movilización desde Plaza Houssay hasta el Palacio Pizzurno fue una contundente respuesta a la demolición sistemática del sistema universitario público. Reclamos urgentes por salarios dignos, paritarias libres y una Ley de Financiamiento Universitario. La comunidad académica se planta ante el desguace educativo.

El jueves 22 de mayo, más de ocho mil voces se unieron en una sola consigna que retumbó por las calles de la Ciudad de Buenos Aires: “En defensa de la Universidad pública: por nuestro presente, por nuestro futuro”. No fue solo una marcha. Fue una interpelación directa al corazón de un Gobierno que, con cada decisión, parece empeñado en apagar las luces del conocimiento, borrar el futuro de miles y dinamitar el orgullo argentino por su educación superior gratuita y de calidad.

Desde Plaza Houssay hasta el Palacio Pizzurno, sede de la Secretaría de Educación, el cordón humano compuesto por docentes, nodocentes y estudiantes de la Universidad de Buenos Aires se movió como una sola columna de dignidad. La movilización, impulsada por ADUBA, APUBA, FEDUBA y FUBA, no fue espontánea ni aislada: es la consecuencia directa de meses de maltrato institucional, desprecio presupuestario y ataques sistemáticos al sistema universitario por parte del Ejecutivo nacional que encabeza Javier Milei.

Emiliano Cagnacci, secretario general de ADUBA, fue claro y directo: “La situación salarial de los trabajadores se ha vuelto insostenible, con una pérdida histórica de nuestro poder adquisitivo de más de un 40% durante los últimos 15 meses”. En efecto, ese número es un cachetazo a la realidad de miles de docentes que no solo forman profesionales sino que sostienen, día tras día, una estructura que hoy cruje bajo el peso del ajuste despiadado.

Pero no se trató solamente de salarios. El reclamo fue integral y profundo, tocando cada una de las fibras que constituyen a la universidad pública como motor de igualdad social y producción científica: apertura de paritarias libres, cumplimiento de convenios colectivos de trabajo, aumento de becas y, sobre todo, la sanción de una Ley de Financiamiento Universitario que blinde a la educación del látigo ideológico del ajuste.

En esta nueva etapa de brutalismo económico disfrazado de libertarismo mesiánico, el Gobierno de Milei apuesta a una estrategia clara: desfinanciar hasta quebrar. Lo vimos con los comedores populares, con los laboratorios del CONICET, con la cultura. Hoy le toca a las universidades. Pero no será sin resistencia.

La marcha al Palacio Pizzurno fue también una escena de memoria: el mismo lugar que albergó tantas promesas de crecimiento educativo, hoy es testigo mudo de una protesta que le grita al poder su fracaso moral. Porque desfinanciar la universidad no es solo un problema contable. Es, sobre todo, una decisión política de arrasar con los sueños colectivos.

La consigna que encabezó la manifestación no fue casual. “Por nuestro presente, por nuestro futuro” expresa el entrelazamiento vital que tiene la universidad pública en la vida de millones. No se trata únicamente de carreras ni títulos. Se trata del entramado cultural, social y económico que permite que un pibe de La Matanza o una piba de Jujuy puedan imaginarse médicos, biólogas o historiadores.

Y sin embargo, el Estado nacional hoy está ausente, refugiado tras un Ministerio de Capital Humano que funciona más como trinchera de ajuste que como garante de derechos. En palabras de Cagnacci, “es nuestra obligación salir a la calle y reclamar por nuestros derechos; exigirle al Poder Ejecutivo y al Congreso de la Nación que tomen nota de la situación”.

En paralelo, la narrativa oficial persiste en deslegitimar la protesta, acusando a la comunidad educativa de hacer política. Como si reclamar por condiciones dignas de trabajo y estudio fuera un capricho ideológico. Como si defender la educación pública no fuera uno de los pilares fundamentales de una democracia real.

¿Qué otra opción queda cuando el diálogo es reemplazado por el desprecio y las decisiones se toman a espaldas de los afectados? ¿Qué alternativa existe cuando el ajuste se transforma en hostigamiento estructural? La respuesta está en la calle, donde miles gritaron al unísono que la universidad no se vende, se defiende.

Pero lo más alarmante no es solo lo que sucede hoy. Es el proyecto de país que se esconde detrás del desfinanciamiento. Un modelo donde el acceso al conocimiento será un privilegio, donde el mérito se mide en dólares y donde la universidad será apenas un recuerdo nostálgico.

La marcha del jueves no fue un evento más. Fue un parteaguas. Una advertencia. Una forma de poner el cuerpo cuando las palabras no alcanzan. Y fue también un grito colectivo para quienes aún dudan o permanecen indiferentes: si no se garantiza el financiamiento, si no se abren paritarias, si no se respetan los convenios, la universidad pública corre el riesgo real de entrar en coma presupuestario.

Mientras Milei y su séquito de tecnócratas celebran balances fiscales a costa de derechos humanos básicos, las aulas se vacían, las becas desaparecen, los docentes se empobrecen. Y en ese panorama, la resistencia no solo es legítima. Es urgente. Es vital.

Porque lo que está en juego no es un ítem presupuestario más. Es el ADN de una Argentina que, pese a todo, aún cree que educar es un acto de justicia social.

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