Datos: Milei celebra «logros» económicos pero los datos dicen que más del 50% de los trabajadores en sectores clave sobreviven por debajo de la línea de pobreza

La base de datos Agendata de la fundación Fundar, con información de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) del INDEC, revela que la pobreza ya no es una condición marginal, sino estructural para amplios sectores laborales en Argentina. En el agro, el servicio doméstico y la construcción, los trabajadores formales no llegan a fin de mes. Pero el gobierno de Javier Milei no solo mira para otro lado: profundiza el ajuste y silencia el drama.

(Por Sofía Arregui) En la Argentina de Javier Milei, la pobreza ya no es un síntoma de exclusión, sino una consecuencia deliberada de una política económica que convierte al trabajo en una condena. Ser parte del mercado laboral no garantiza absolutamente nada. Ni estabilidad, ni progreso, ni siquiera comida sobre la mesa. Y si hay dudas, basta con mirar lo que muestran los datos de Agendata, la base de datos de Fundar, en base a la Encuesta Permanente de Hogares del INDEC: el 28,6% de los trabajadores argentinos son pobres. Pero esa es solo la media. En los sectores más castigados —el agro, el servicio doméstico y la construcción—, más de la mitad de sus trabajadores caen por debajo de la línea de pobreza.

Es decir: el país que alguna vez se pensó “granero del mundo” tiene hoy a más de la mitad de quienes siembran, cosechan y alimentan al resto de la población condenados a la miseria. El 56% de los trabajadores del agro y la pesca están empobrecidos, sin margen, sin derechos, sin futuro. ¿Y qué dice el gobierno liberal-libertario? Que “el campo es el motor de la economía”. Mientras tanto, ese motor cruje, no de productividad, sino de hambre.

Pero no es el único. El servicio doméstico —un sector históricamente invisibilizado, feminizado, precarizado— sufre una situación apenas menos grave: el 54,4% de quienes trabajan en casas particulares no ganan lo suficiente para sostener un hogar. Ni siquiera con jornadas completas. Ni siquiera con aportes. La informalidad estructural, la falta de regulación efectiva y la indiferencia estatal terminan de completar un cuadro de brutalidad silenciosa. En la casa ajena se cocina, se limpia, se cuida. En la propia, muchas veces no hay nada.

El tercer gran frente de esta catástrofe es la construcción, con un 53,3% de trabajadores pobres. Paradójicamente, en uno de los sectores donde más se habla de reactivación por parte del Ejecutivo, quienes ponen el cuerpo para levantar los ladrillos que sostienen al país viven en condiciones indignas. Las obras crecen para pocos, pero los salarios se derrumban para muchos. Milei repite que “el mercado lo resuelve todo”, pero cuando se desentiende del salario mínimo, del poder adquisitivo, de las paritarias y del rol del Estado en garantizar el trabajo digno, lo que se resuelve es la multiplicación de la pobreza.

Las cifras no se quedan ahí. El 42,3% de quienes trabajan en hoteles y restaurantes están también por debajo de la línea de pobreza. El turismo se muestra como vitrina, como postal, pero los mozos, los cocineros, las camareras apenas sobreviven. Ni hablar del comercio, el sector con mayor cantidad de empleados del país: un 32,9% de los trabajadores en locales comerciales no llegan a cubrir una canasta básica. ¿Cuál es la recompensa por mover la rueda del consumo? Un sueldo que no alcanza.

Incluso la industria manufacturera, un emblema del empleo formal, muestra números preocupantes. Con salarios por encima de la media, el sector igual exhibe un 29,7% de trabajadores pobres. Porque el problema ya no es solo cuánto se paga, sino cuánto vale lo que se paga. Con una inflación que devora bolsillos y un gobierno que recorta jubilaciones, frena la obra pública, paraliza convenios y dinamita el rol del Estado como garante de equidad, el deterioro es transversal.

Y sin embargo, la Argentina que empobrece a quienes trabajan es también la que premia a quienes especulan. En finanzas y seguros, apenas el 4,7% de los trabajadores están bajo la línea de pobreza. En petróleo y minería, el número es 5,9%. Es decir, en los sectores más concentrados, con mayores niveles de rentabilidad, los salarios sí alcanzan. El mercado no “corrige” esas desigualdades. Las profundiza.

Los datos de Fundar no son una denuncia ideológica. Son una radiografía técnica, empírica, sólida, basada en fuentes oficiales. Pero también son un grito. Porque detrás de cada número hay una familia, una olla vacía, una cuenta que no cierra. Y hay, sobre todo, una responsabilidad política. El gobierno nacional ha optado por una estrategia que podríamos llamar “de estrangulamiento social”: contener la inflación a costa de destruir la capacidad de consumo, disciplinar a los gremios con ajuste, y sacrificar el bienestar de las mayorías para garantizar los intereses de unos pocos.

La pobreza laboral no es un accidente. Es un síntoma directo de un modelo económico que castiga al que produce, al que trabaja, al que cuida, y privilegia al que extrae, al que fuga, al que acumula. El relato del mérito se estrella contra la evidencia: no alcanza con “ponerse las pilas”. Ni siquiera alcanza con tener trabajo. Porque ese trabajo, en muchos casos, ya no sirve para vivir.

Hay que decirlo con todas las letras: este modelo no solo es injusto, es inviable. No hay estabilidad posible en un país donde la mitad de los trabajadores de sectores clave no puede sostener a sus familias. No hay crecimiento sostenible sobre el hambre. No hay futuro sin dignidad. Lo que los datos revelan es la consolidación de una nueva clase trabajadora pobre. Personas que madrugan, que cumplen horarios, que aportan, que producen… y que igual pasan hambre. Es la paradoja de este tiempo: el trabajo dejó de ser el camino de salida de la pobreza. Y el gobierno no solo no lo corrige: lo naturaliza.

Javier Milei habla de “libertad” mientras convierte a los trabajadores en esclavos del ajuste. Habla de “eficiencia” mientras se multiplica la desigualdad. Y habla de “orden” mientras el caos social se hace carne en cada mesa vacía, en cada niño sin comida caliente, en cada madre que trabaja doce horas y aún así no puede comprar leche.

La pregunta, entonces, no es si el rumbo es correcto, sino cuánto más puede resistir una sociedad que trabaja para seguir siendo pobre. ¿Cuál es el límite? ¿Cuánto más se puede tensar la soga antes de que rompa? Porque cuando el salario ya no alcanza, la política ya no puede seguir jugando a la indiferencia.

En la Argentina del ajuste, el trabajo ha sido vaciado de sentido. Y frente a esta realidad, la única respuesta posible no puede ser el silencio. Tiene que ser la denuncia. La organización. Y, sobre todo, la exigencia urgente de un modelo que no castigue a quienes sostienen con su esfuerzo diario la vida misma.

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