El gobierno de Javier Milei ha elegido un camino que no deja margen para el matiz: el del ajuste despiadado. En las últimas semanas, se han multiplicado las postales del dolor, el abandono y la resistencia. Discapacitados, niños internados, trabajadores de la salud y jubilados, todos se han vuelto blanco del recorte. La crueldad ya no es un efecto colateral de las políticas de ajuste: es su eje rector.
El escenario es dantesco. Transportistas, terapeutas, familiares y personas con discapacidad se movilizaron frente al Congreso para exigir algo tan básico como la actualización de los valores de las prestaciones, congeladas desde el año pasado. El brutalismo oficial no sólo posterga pagos ni reduce presupuestos: obstaculiza trámites para acceder a medicamentos, tratamientos y pensiones. La frase pronunciada desde lo más alto del gobierno –“Si tuviste un hijo con discapacidad es un problema de tu familia, no del Estado”– funciona como declaración de principios. Lo público ya no es responsabilidad compartida, sino un costo a eliminar.
En paralelo, el Hospital Garrahan –emblema de la salud pediátrica en América Latina– sufre una sangría de profesionales por falta de presupuesto. Médicos de alta capacitación se ven obligados a abandonar sus puestos. Sin embargo, la sociedad no guarda silencio: cientos de familias que alguna vez encontraron en ese hospital la salvación de sus hijos se movilizaron para defenderlo. El mensaje del gobierno es claro: si los niños enfermos también deben ajustarse, nadie está a salvo.
Pero la represión no discrimina. Cada miércoles, jubilados que protestan frente al Congreso son brutalmente reprimidos por todas las fuerzas de seguridad que Patricia Bullrich pone en juego como si ensayara una doctrina de disuasión ejemplificadora. “Si les pegamos a los jubilados, podemos hacerlo con cualquiera”, parece ser la consigna no escrita. Incluso fotógrafos y periodistas comienzan a ser blanco directo. El objetivo no es sólo reprimir, sino evitar que se vea. No se toleran testigos del ajuste.
Mientras tanto, una parte importante de la sociedad asiste con indignación a este proceso de deshumanización de la política. Pero otra parte –numerosa– permanece anestesiada o directamente cómplice. Aunque según encuestas ninguna de las medidas económicas del gobierno goza de aprobación mayor al 35%, Milei conserva una imagen positiva sólida. El fenómeno parece esquizofrénico: una mayoría que sufre, pero todavía sostiene al verdugo. El “contrato electoral” no se ha roto, y mientras la inflación baje o se mantenga, hay quienes parecen dispuestos a resignar calidad de vida, derechos y dignidad.
Frente a este escenario, la oposición aparece maniatada. Es minoría parlamentaria, y muchos de sus referentes provinciales se ven extorsionados por un gobierno que maneja los recursos con lógica de castigo y recompensa. El resultado: una estrategia defensiva que no logra dar respuesta a una ciudadanía golpeada y desilusionada.
El problema no es sólo político. Es social, cultural y profundamente estructural. La derecha no habría llegado al poder ni podría aplicar este nivel de crueldad sin el respaldo –explícito o tácito– de una parte significativa de la sociedad. El espejo devuelve una imagen incómoda: un país que, en nombre de la libertad de mercado, ha dejado de proteger a sus niños, a sus enfermos, a sus ancianos, a sus personas con discapacidad. Una nación donde el mérito se convierte en coartada para justificar la indiferencia y el egoísmo.
La disyuntiva sobre desdoblar o no las elecciones en la provincia de Buenos Aires refleja también esta crisis de representatividad. Mientras Axel Kicillof apuesta por separar lo nacional de lo provincial, Cristina Fernández de Kirchner advierte que toda elección tendrá un fuerte trasfondo nacional. Pero el problema va más allá de la táctica electoral: lo que está en juego es cómo construir una alternativa creíble frente a un electorado descreído, enojado y profundamente herido.
Hoy, Argentina se parece a una tierra tomada por fuerzas hostiles a la vida digna. No son extraterrestres, sino funcionarios que actúan con frialdad quirúrgica. El ajuste no es un número en una planilla: es una política con víctimas concretas. Y el silencio, la indiferencia o el miedo de la mayoría sólo abonan el terreno para que la crueldad se institucionalice.
Mientras tanto, el mensaje oficial se repite con brutal eficacia: que nadie se atreva a levantar la cabeza. Que todos vean lo que ocurre cuando los más vulnerables osan reclamar lo que les corresponde. Frente a eso, el periodismo, los movimientos sociales, los sindicatos y la ciudadanía no pueden quedarse callados. Porque hoy, más que nunca, el verdadero ajuste es contra los derechos humanos.
Ajuste sin alma: cuando el enemigo de Milei son los más vulnerables

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