Violenta detención del fotógrafo de Agence France-Presse (AFP) cuando cubría la marcha de jubilados en el Congreso

El gobierno de Javier Milei sofoca con palos y gases una marcha pacífica por los haberes previsionales. La ministra de Seguridad desplegó un brutal operativo que dejó heridos, fotógrafos detenidos y una pregunta que resuena: ¿hasta dónde llega el autoritarismo libertario?

Mientras el Congreso se negaba a debatir una mejora en los haberes jubilatorios, Patricia Bullrich activó el protocolo antipiquetes con una ferocidad inaudita. La escena fue digna de una dictadura: jubilados acorralados, fotógrafos con la cara contra el asfalto y una prensa golpeada por querer contar lo que el poder quiere ocultar.

Hubo un tiempo en el que la protesta de los jubilados evocaba respeto, una pausa en el vértigo del caos para escuchar a quienes ya lo habían dado todo. Pero ese tiempo parece haber quedado atrás. En la Argentina de Javier Milei, ni los años ni las canas garantizan el mínimo derecho a exigir una jubilación digna sin exponerse a la brutalidad estatal. Este 21 de mayo, el gobierno nacional decidió reprimir a abuelos y abuelas como si fueran una amenaza terrorista. Patricia Bullrich no sólo mandó a reprimir, sino que, como en un acto de provocación premeditada, justificó la violencia diciendo que “había grupos anarquistas”. Una vez más, la ministra encontró su excusa preferida para avanzar con palos, gases y detenciones.

La marcha se realizó en las inmediaciones del Congreso Nacional, luego de que la Cámara de Diputados no alcanzara el quorum necesario para tratar una ley de recomposición de haberes jubilatorios. Una afrenta a los derechos de quienes reciben haberes que apenas alcanzan para sobrevivir, en un país donde los precios se disparan al ritmo de la motosierra discursiva de Milei. Frente a ese abandono institucional, los jubilados decidieron hacerse escuchar. Lo que recibieron fue un cerco represivo que encapsuló la protesta entre vallas, gases lacrimógenos, empujones y detenciones arbitrarias.

La escena fue obscena. No se trató de un enfrentamiento: los manifestantes apenas intentaban llegar al Congreso. Sin embargo, fueron rodeados por efectivos de la Policía Federal, Gendarmería y la Policía de Seguridad Aeroportuaria. Una coalición represiva que desplegó un operativo sobredimensionado para disciplinar el reclamo más elemental: poder comer, poder vivir, poder respirar con algo de dignidad.

El camarógrafo y cronista de LN+ sufrieron fuerte caída durante el avance de la Policía – Rocío Bao/Infonews

Entre los detenidos, dos nombres hicieron estallar la indignación: Tomás Cuesta, fotógrafo de la agencia internacional AFP y colaborador de La Nación, y Javier Iglesias. A Cuesta lo tiraron al piso como si fuera un criminal. Lo inmovilizaron con una rodilla sobre la cara. “¡Me estás lastimando, hijo de puta!”, gritó desesperado, en una escena captada por testigos que rápidamente se volvió viral. La respuesta de los efectivos fue de una frialdad espeluznante: “Quedate quieto”. No había margen para la empatía. Ni siquiera para el respeto por alguien que simplemente hacía su trabajo.

Junto a ellos, también fue agredida la fotógrafa Mariana Nedelcu, a quien le rompieron la cámara. Ni el rol de prensa, ni el hecho de estar registrando lo ocurrido, sirvió de escudo. Al contrario, fue justamente eso lo que los convirtió en objetivo. El mensaje es claro: el gobierno quiere que no se vea, que no se escuche, que no se sepa. Quiere reprimir sin testigos.

Las organizaciones de prensa reaccionaron con rapidez. La vigilia se instaló en la calle Hipólito Yrigoyen al 1800, donde se mantuvieron los fotógrafos detenidos durante horas. La consigna fue tan clara como urgente: no nos moveremos hasta que liberen a nuestros compañeros. Porque lo que está en juego no es sólo la libertad de prensa, sino el derecho de toda la sociedad a estar informada.

Lo que sucedió con Cuesta, Iglesias y Nedelcu no es un hecho aislado. Es parte de una escalada que ya no disimula. La ministra Bullrich ha convertido el protocolo antipiquetes en una maquinaria de represión sistemática. Cualquier manifestación —desde estudiantes hasta jubilados— es tratada como una amenaza a la seguridad nacional. ¿La razón? Porque su sola existencia desmiente el relato de un gobierno que se autoproclama salvador mientras precariza, destruye y empobrece.

El colmo de la violencia se vivió cuando incluso un camarógrafo y un movilero de LN+ —medio afín al oficialismo— fueron embestidos por la Prefectura. Una fuerza que arremetió con escudos, avanzó con gas pimienta y dejó heridos en la Avenida Rivadavia. “¡Pará, boludo!”, se escuchó en vivo mientras las imágenes se cortaban abruptamente. La represión no distingue aliados de enemigos: sólo actúa con la lógica del miedo y la impunidad.

Esta vez, la represión vino en dosis televisadas, con cobertura internacional y testigos en cada rincón. Pero el verdadero problema no son los reflectores, sino la estrategia de fondo. El gobierno busca disciplinar por el miedo. Quiere que los jubilados no protesten, que los trabajadores no se organicen, que los docentes no marchen, que los periodistas no documenten. Quiere una sociedad anestesiada, silenciada y encerrada en su miseria individual.

Sin embargo, cada golpe, cada gas, cada rodilla sobre la cara revela lo contrario: que hay un pueblo que no se resigna. Que sigue saliendo a la calle. Que aún en la vejez, no se calla. Que aún reprimido, sigue gritando. La dignidad no se aplasta con escudos ni se disuelve con gas. Se multiplica.

Y mientras tanto, Milei sigue hablando de libertad. Una libertad que en su versión ultraderechista parece consistir en la impunidad de los poderosos y el castigo de los débiles. Una libertad que permite que un jubilado cobre 200 mil pesos, pero que criminaliza a quien protesta por eso. Una libertad que se escribe con letra de mercado y se impone con puño de hierro.

Hoy fueron los jubilados. Mañana puede ser cualquiera. Porque cuando se naturaliza la represión, cuando se calla frente al atropello, se habilita un modelo de país donde el Estado deja de proteger para volverse verdugo. Un país que huele demasiado a pasado. Y que, si no se lo enfrenta, terminará devorando su propio futuro.

Fuentes:

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