Milei, tras la denuncia de fake news: “Mauricio Macri está hecho un llorón y está muy de cristal”

Milei y la política de cristal: la democracia en el espejo roto del deepfake. El presidente Javier Milei arremete contra Mauricio Macri en plena jornada electoral tras la denuncia por un video falso generado con inteligencia artificial. La respuesta: desdén, provocación y victimización.

En un país sumido en el desconcierto político, donde la verdad se distorsiona al ritmo de las tecnologías más sofisticadas, el presidente de la Nación vuelve a elegir el agravio antes que la autocrítica. Mientras crece la preocupación por el uso de IA en campañas electorales, Milei no solo desestima la gravedad, sino que decide burlarse públicamente de su antiguo aliado. ¿Qué revela esta escena? ¿Y qué oculta?

Javier Milei no llegó solo al colegio donde votó pasadas las 11 de la mañana. Llegó acompañado, como siempre, por su hermana Karina, su sombra y su guía en la estructura de poder paralela que ha construido desde que asumió la presidencia. Pero esta vez no fue su campera de cuero ni su estampa rockera lo que acaparó la atención de los medios, sino la frase que soltó sin titubeos, con esa habitual mezcla de arrogancia y desprecio que se ha vuelto su sello de gobierno: “Mauricio Macri está hecho un llorón y está muy de cristal.”

Así respondió el presidente de la Nación a la denuncia pública y judicial que el PRO —su otrora socio político— presentó por la circulación de un video deepfake, en el que se ve falsamente a Macri bajando la candidatura de Silvia Lospennato para respaldar al libertario Manuel Adorni. Un contenido digital manipulado con inteligencia artificial para influir en el electorado en la recta final de las elecciones legislativas porteñas.

Lejos de manifestar preocupación por los alcances éticos y legales del uso de tecnologías emergentes en la campaña, Milei eligió la burla, la chicana y la descalificación personal. Macri, según su lógica, no denunció una posible operación de manipulación política, sino que simplemente lloriquea porque no sabe perder. En su mundo binario y reduccionista, todo aquel que lo cuestione no está señalando un problema real, sino mostrando fragilidad. “Cristal”, repitió varias veces, como si de un insulto se tratara, como si la sensibilidad ante el engaño y la falsificación fuera una debilidad imperdonable.

Lo alarmante no es solo el tono. Es el trasfondo. Porque lo que para Milei es un meme o una broma electoral, para la democracia es una amenaza seria y urgente. El uso de herramientas de inteligencia artificial para falsificar declaraciones y tergiversar hechos en pleno proceso electoral no es un detalle menor: es una forma moderna y sofisticada de guerra sucia. Una práctica que erosiona la confianza pública, mina los cimientos del sistema representativo y trivializa la responsabilidad de gobernar.

Y sin embargo, ahí está el presidente, cruzando micrófonos con periodistas, acusando a uno de haberlo golpeado “a propósito” con el equipo de prensa, cultivando esa estética del eterno enfrentado, del mártir voluntario, del gladiador incomprendido que siempre encuentra un enemigo, aunque tenga que inventarlo. Todo mientras su entorno más cercano lo aplaude y lo celebra.

En un país que lidia con niveles inéditos de inflación, con ajustes brutales en educación, ciencia, salud y cultura, con despidos masivos en el Estado y una dolarización encubierta que solo beneficia a los grandes fondos especulativos, la discusión pública se desvía a un video trucho en el que una figura política aparece diciendo lo que nunca dijo. Y el presidente, en vez de condenar esa práctica antidemocrática, se ríe, se regodea y, de paso, aprovecha para dinamitar aún más sus ya precarias alianzas políticas.

Porque este Milei no es solo el que recorta partidas presupuestarias y convierte el INDEC en una caja negra de datos amañados. Este es también el Milei que dinamita puentes con todo aquel que no le rinde pleitesía absoluta. Mauricio Macri, que durante la campaña presidencial de 2023 jugó un rol clave en acercarle parte del electorado de Juntos por el Cambio, ahora es presentado como una figura débil, llorona y fuera de lugar. Una “figurita vencida”, como podría sintetizarlo su círculo libertario. La lógica es clara: con Milei no se negocia, se acata o se combate.

Pero lo que está en juego no es solo una interna entre egos masculinos desbordados. Es la integridad del proceso democrático, la confianza en la palabra pública, la posibilidad de discutir ideas sin recurrir al engaño ni al insulto. Cuando el jefe de Estado avala, con su silencio cómplice o con su sarcasmo activo, la utilización de contenidos manipulados por inteligencia artificial para instalar narrativas falsas, lo que está diciendo es que todo vale, que la política es una selva y que el más fuerte —o el más ruidoso— siempre tiene razón.

Esa visión no solo es peligrosa. Es profundamente autoritaria. Porque si todo se reduce a la voluntad del más poderoso, entonces no hay reglas, no hay instituciones, no hay consensos. Solo hay imposición. Y si encima esa imposición se camufla con ironías adolescentes y provocaciones huecas, la degradación es aún más acelerada.

Milei ha logrado algo que pocos presidentes se animaron a hacer tan explícitamente: romper con todas las formas del pacto democrático. No es solo que no acepta críticas; es que las ridiculiza. No es solo que desprecia al Congreso; es que lo ignora. No es solo que desconfía de los medios; es que los hostiga. Y ahora, ante la evidencia de una manipulación digital gravísima en plena elección, su única respuesta es una frase digna de una pelea de Twitter: «Están muy de cristal.»

Lo que debería abrir un debate urgente sobre los límites éticos del uso de tecnologías emergentes en la política, se convierte en un show mediático más, con el presidente jugando el rol de provocador serial mientras el país se desangra por los costados. La inflación no baja, los salarios no alcanzan, los hospitales colapsan, las universidades agonizan, pero el centro de la escena lo ocupa un deepfake y una frase canchera en la puerta de un colegio electoral.

Y así seguimos, entre memes, insultos y noticias falsas, mientras el gobierno nacional desmantela el Estado, entrega soberanía a los fondos buitre y dinamita toda forma de diálogo político. El presidente vota, sonríe y dispara: “Que la gente se exprese.” Como si esa expresión tuviera algún valor en una democracia donde la verdad ya no importa y donde el cinismo ha reemplazado al respeto institucional.

Tal vez lo más trágico no sea que Milei banalice la democracia. Tal vez lo verdaderamente grave es que lo haga con éxito. Que su figura siga generando adhesión mientras normaliza lo inaceptable. Que el discurso del “todo vale” se haya instalado como forma dominante de hacer política. Que estemos perdiendo la capacidad de indignarnos.

En un país donde los espejos ya no reflejan la realidad, sino versiones editadas al gusto del algoritmo y la conveniencia electoral, lo más peligroso es acostumbrarse. Porque cuando la verdad se vuelve opcional, lo único que queda es la manipulación. Y en ese terreno, Milei juega cómodo. No porque sea el más hábil, sino porque es el único que no se sonroja al mentir.

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