El gobierno avanza con un nuevo decreto de necesidad y urgencia que, bajo el pretexto de reorganizar la Marina Mercante, redefine el concepto de “servicios esenciales” e incorpora la categoría de “actividades trascendentales”, cercenando el derecho constitucional a la huelga.
Detrás de una aparente desregulación del sector marítimo, el presidente Javier Milei firmó el DNU 340/25, que extiende restricciones a la huelga a casi todos los sectores productivos del país. La estrategia es clara: vaciar de contenido los convenios colectivos de trabajo y ponerle un bozal a la protesta. Gremios y abogados laboralistas alertan sobre su carácter inconstitucional, pero la Corte Suprema, otra vez, guarda un silencio cómplice.
El arte de gobernar a decretazos ya se volvió rutina para el presidente Javier Milei. Bajo el disfraz de urgencia y necesidad, el Ejecutivo firmó el DNU 340/25, que si bien se presenta como una desregulación del régimen de la Marina Mercante, en realidad esconde un ataque directo al derecho constitucional de huelga. No es casual ni novedoso: es una reedición del polémico y ya declarado inconstitucional DNU 70/23, pero con nuevas formas y mayor perversidad. Lo que no se logró por la puerta se intenta ahora por la ventana, arrasando el derecho laboral con una violencia jurídica pocas veces vista desde el regreso de la democracia.
El mecanismo es engañoso y perverso. En un decreto que debería regular cuestiones vinculadas al transporte fluvial, se introduce un artículo —el número 3— que modifica la Ley 25.877, alterando el capítulo referido a los Convenios Colectivos de Trabajo. Allí se redefine el concepto de “servicios esenciales” y, como si fuera poco, se inventa una nueva categoría: las “actividades de importancia trascendental”. ¿El objetivo? Restringir el derecho de huelga obligando a los trabajadores de esos sectores a garantizar el 75% y el 50% de las prestaciones, respectivamente, incluso en jornadas de paro.
No se trata de garantizar la vida, la salud o la seguridad pública —como indica la OIT al definir los límites razonables al derecho de huelga—, sino de una estrategia meticulosa para desactivar toda forma de protesta laboral. Tan burda es la maniobra que, entre los criterios para declarar una actividad como trascendental, se incluye “la interrupción o suspensión de la producción que pudiere afectar metas de recaudación asociadas a las políticas de equilibrio fiscal”. Es decir, se pretende blindar el ajuste, aunque para eso haya que pisotear la Constitución.
Entre los servicios considerados “esenciales” se encuentran los sanitarios, la distribución de medicamentos, el suministro de agua, gas y electricidad, las telecomunicaciones, el transporte aéreo, portuario y fluvial, los servicios aduaneros, migratorios, y la educación hasta nivel secundario. La lista es extensa, y eso ya sería alarmante. Pero el verdadero giro autoritario se da en la segunda categoría: la de “actividades trascendentales”. Allí se agrupan sectores como la producción de medicamentos, el transporte terrestre y subterráneo, los medios de comunicación, industrias continuas, cementeras, alimenticias, minería, comercio electrónico, banca, hotelería, gastronomía e incluso toda actividad que implique compromisos de exportación.
En otras palabras: casi todo el aparato productivo nacional queda alcanzado por estas restricciones. La huelga —herramienta histórica de los trabajadores para equilibrar la balanza en una relación laboral estructuralmente desigual— se vuelve inviable.
Los sindicatos, que no fueron consultados ni informados, rechazan esta avanzada con indignación. Abogados laboralistas como Matías Cremonte no dudan en calificar el decreto como inconstitucional. Cremonte recuerda que, según la OIT, sólo deben ser considerados esenciales los servicios cuya interrupción ponga en riesgo la vida, la salud o la seguridad de la población. Nada de eso se aplica a la mayoría de los sectores ahora incluidos. “Tan absurdo es”, denuncia, “que se incluye como causal la afectación de la recaudación fiscal”.
Andrés Gil Domínguez, también abogado laboralista, pone el dedo en la llaga: no es la primera vez que el Ejecutivo intenta vulnerar derechos laborales fundamentales mediante decretos. Y no será la última mientras la Corte Suprema mantenga su cómplice indiferencia. “Si en este tiempo el tribunal hubiese dado alguna señal de un límite constitucional concreto, otro sería el panorama. Su silencio, complacencia y sometimiento generan un daño irreparable al Estado de derecho”, advierte.
La maniobra del Gobierno no puede leerse por fuera del marco general de su programa económico y político: un modelo de concentración de poder que favorece a las corporaciones y castiga a quienes se organizan. La represión legal del derecho a huelga no es un error, es parte de un plan. Con los sindicatos debilitados y los trabajadores amordazados, el ajuste se impone con menos resistencia. Bajo la máscara del “orden”, se instala el miedo como norma.
El DNU 340/25, además, crea una Comisión de Garantías con capacidad para seguir ampliando la lista de actividades “protegidas”. Este órgano, definido como independiente, tendrá el poder de declarar cualquier sector como esencial o trascendental si considera que su interrupción podría “poner en peligro la vida, la seguridad, la economía o la provisión de productos críticos”. ¿Quién nombra a esta comisión? ¿Qué criterios objetivos la guían? Nada se sabe. Y eso, en términos democráticos, es escalofriante.
En este contexto, no es exagerado afirmar que el gobierno de Milei está ensayando un nuevo experimento autoritario. Con un Congreso pintado y una Justicia paralizada, utiliza los DNU como herramienta para reconfigurar la arquitectura institucional a su medida. Cada decreto es un ladrillo más en el muro de una democracia sin pueblo, donde los derechos se negocian y la ley se redacta al servicio del capital.
Mientras tanto, los gremios evalúan una respuesta colectiva, aunque el margen de maniobra es estrecho. Ya no se trata solamente de defender condiciones laborales, sino de frenar una ofensiva que pone en jaque la propia legalidad democrática. Lo que está en juego no es solo el derecho a huelga, sino el sentido mismo del Estado de derecho.
La historia argentina conoce bien estas derivas autoritarias. Sabe de dictaduras que prohibieron sindicatos, de gobiernos neoliberales que tercerizaron la represión y de reformas “modernizadoras” que precarizaron la vida. Lo nuevo en este caso es la frialdad quirúrgica con la que se ejecutan los ataques, la velocidad con la que se blindan los privilegios y la violencia institucional con la que se cancela el disenso.
A este paso, no habrá sector que no pueda ser declarado trascendental. Y en un país donde todo es trascendental menos la dignidad de los trabajadores, la huelga se vuelve un acto de rebelión, casi subversivo. Eso sí, con el aval del Boletín Oficial.
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