Leandro Santoro cerró su campaña con una defensa encendida de la educación pública, los valores humanistas y la justicia social

El último bastión en disputa: la Ciudad como campo de batalla entre el ajuste libertario y la resistencia democrática, en contraste la derecha desmembrada, atrapada en su propia guerra de egos, traiciones y discursos de odio.

Mientras Milei suspende un viaje al Vaticano para no perderse la foto y el PRO intenta blindarse con figuras gastadas, la campaña porteña desenmascara la crueldad de un modelo que convierte al Estado en enemigo y a la política en una farsa. El acto de Santoro en la Facultad de Medicina marcó un cierre con contenido, ética y coraje frente a una derecha que se devora a sí misma.

En una ciudad desgastada por años de gestión amarilla, atravesada ahora por el huracán libertario, Leandro Santoro eligió un escenario con peso simbólico: el Aula Magna de la Facultad de Medicina de la UBA. No fue casual. La universidad pública, bastión de pensamiento crítico y movilidad social, fue el telón de fondo para un cierre de campaña que no evitó confrontar, denunciar y proponer. Con tono firme y contenido emocional, Santoro clavó el eje del debate donde debe estar: en la ética, en la justicia social, en el respeto por los más vulnerables. En un tiempo donde parece estar de moda reírse de los pobres, hablar de comunidad suena casi revolucionario.

Desde ese espacio cargado de historia, acompañado por Claudia Negri —vicedecana de la facultad y también candidata—, Santoro no solo cerró una campaña, sino que encendió una alarma. Una advertencia ante el avance de un modelo político que promueve el ajuste como dogma y la crueldad como método. “Vamos a ponerles un freno al abandono y a la crueldad”, dijo, y lo dijo con la convicción de quien no está actuando para la cámara, sino plantando una bandera.

Mientras tanto, el resto de los actores políticos porteños montaban puestas en escena dignas de un drama de baja calidad. El PRO, con sus figuras recicladas —los primos Macri, Vidal, Quirós—, pretendía transmitir unidad desde el Club 17 de Agosto. Pero lo que se vio fue otra cosa: fastidio, nerviosismo, calor político real. Las facturas cruzadas no se hicieron esperar. Larreta pidió disculpas públicas por haber traído a Jorge Macri a la ciudad. Jorge Macri, por su parte, ninguneó a los candidatos que ya se anotan para 2027. Lospennato cerró su intervención con un grito que suena vacío: “Elijan decentes”, como si el PRO no estuviera plagado de nombres manchados por negocios y silencios cómplices.

El desorden interno de la derecha no es solo una interna. Es el reflejo de algo más profundo: la putrefacción de una clase dirigente que perdió el sentido de lo público y se entregó al narcisismo de sus propios liderazgos fracasados. Santoro lo dijo con claridad: “Juntos por el Cambio le compró el discurso a Milei y después Milei los traicionó. Se traicionan entre ellos. Eso le va a pasar a la Argentina si no frenamos este modelo. Es un modelo fratricida”.

La traición como lógica de poder. La deshumanización como recurso electoral. El desprecio por el otro convertido en programa de gobierno. Eso es lo que está en juego. Santoro no habla solamente de Jorge Macri o de Javier Milei. Habla de un clima de época donde un vocero presidencial, que además es candidato, cancela anuncios económicos para evitar acusaciones de proselitismo, mientras el presidente suspende una visita al Papa para no perderse una foto electoral. El poder convertido en espectáculo. La política transformada en farsa.

Y no es que la campaña porteña haya sido ajena a esta lógica. Todo lo contrario. Fue, desde el principio, una extensión del conflicto nacional. Milei quiere arrasar con el bastión histórico del PRO como parte de su guerra por el control total de la derecha argentina. Lo hace con su estilo: brutal, individualista, mesiánico. En ese contexto, Santoro aparece como una anomalía. Habla de comunidad. De justicia social. De valores humanistas. Evoca a Pepe Mujica y al Papa Francisco. ¿Romanticismo? Puede ser. Pero también una forma de resistencia frente al cinismo reinante.

La imagen es potente. Una Facultad de Medicina teñida de verde. Un candidato que no promete fantasías, sino que interpela. Que no grita, pero sí acusa. Que no apela al odio, sino al proyecto colectivo. Es una bocanada de aire fresco en un escenario saturado de slogans vacíos y marketing hueco.

En el otro rincón del ring, el PRO se esfuerza por mostrarse de pie. Macri proclama que están “unidos”, mientras sigue repartiendo culpas por el fracaso del año pasado. Lospennato intenta bajar línea con un discurso moralista que suena impostado, y Jorge Macri se defiende atacando a su propio espacio. ¿Cómo no va a oler a derrota?

Y mientras tanto, Larreta —ese eterno piloto automático de la política— recorre la ciudad jugando al billar, comiendo pizza, apareciendo en streams. ¿Dónde quedó el jefe de gobierno que se presentaba como el gestor por excelencia? Hoy pide perdón, casi en voz baja, por haberle abierto la puerta al primo del expresidente. El gesto es tardío y revela, más que autocrítica, desesperación.

Ramiro Marra, por su parte, optó por el silencio escénico: nada de actos, solo videos en redes. El exilio libertario tiene ese sabor amargo de quien fue útil y luego descartado. Un síntoma más de una política que devora a sus hijos a la velocidad de las tendencias en X.

En este contexto de descomposición, Santoro no solo representa una candidatura. Representa una esperanza. La posibilidad de que todavía haya lugar para una política con contenido, con sensibilidad social, con propuestas concretas que no pasen por el recorte, el odio ni la humillación. Su cierre de campaña no fue un show, fue una toma de posición. Un acto político en el sentido más noble del término.

Por eso, cuando llamó a “caminar juntos para despertar esa ciudad rebelde que siempre soñamos”, no estaba apelando a la nostalgia. Estaba invitando a la acción. A la participación. A la construcción de una Ciudad donde los hospitales sigan siendo gratuitos, donde las universidades públicas no sean un lujo, donde la palabra “solidaridad” no sea un insulto.

El desafío no es menor. El gobierno de Javier Milei ya mostró de lo que es capaz: cerrar ministerios, paralizar políticas públicas, burlarse del hambre, despedir por WhatsApp. Lo que está en juego no es solo quién gana el domingo, sino qué modelo de sociedad queremos construir. Santoro lo entendió. Sus rivales, en cambio, parecen atrapados en una competencia de vanidades que los aleja cada vez más de la realidad.

La campaña terminó. Ahora queda la decisión. En una ciudad con historia de lucha, con memoria, con universidades que forman a miles de pibes sin pedirles más que ganas de aprender, el voto puede ser también una forma de resistencia. Porque frente a la crueldad, frente al abandono, frente a la política como negocio, todavía hay quienes eligen la política como herramienta de transformación. Santoro eligió ese camino. Y no está solo.

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