La actitud violenta del asesor estrella de Javier Milei contra un reportero gráfico no es una metáfora es un programa de gobierno

La secuencia completa de agresión protagonizada por Santiago Caputo contra el fotógrafo Antonio Becerra revela mucho más que un exabrupto personal: es parte de una ofensiva planificada para intimidar al periodismo independiente, silenciar imágenes incómodas y consolidar una lógica autoritaria desde el corazón mismo del poder libertario. Caputo no tiene cargo, pero maneja resortes clave del Estado y es el cerebro detrás de una guerra que ya dejó heridos, silenciados y despedidos.

(Por Walter Onorato) En la Argentina de Javier Milei, tomar una fotografía puede ser un acto de resistencia. Lo comprobó el reportero gráfico Antonio Becerra cuando, cumpliendo con su tarea profesional, intentó registrar con su cámara la llegada de Santiago Caputo —el omnipresente pero nunca oficializado asesor presidencial— al debate de candidatos porteños. Lo que siguió fue una escena que no por grotesca deja de ser aterradora: Caputo no solo intentó bloquear la cámara con su mano, sino que, como si fuera un agente de inteligencia en plena dictadura, le arrebató la credencial al fotógrafo y le sacó una foto, dejando en claro que quien se atreve a mostrar los rostros del poder será marcado.

Las imágenes de ese momento, registradas desde distintos ángulos y viralizadas en redes sociales, no dejan lugar a dudas. Caputo actuó con violencia, con impunidad y con una clara intención intimidatoria. Pero más grave aún es lo que este acto revela: no se trató de un arrebato individual sino de un síntoma. Una expresión transparente de la estrategia que el gobierno libertario impulsa desde sus entrañas: blindarse ante cualquier mirada externa, anular al periodismo como instancia crítica y convertir en enemigos a quienes cumplen la tarea esencial de informar.

No es un hecho aislado. La agresión a Becerra se inscribe en una secuencia sistemática que va desde los ataques discursivos de Milei a la prensa —a quienes acusa de no ser odiados lo suficiente— hasta los ataques físicos y las amenazas. Pablo Grillo, reportero que recibió un disparo de gas lacrimógeno que le partió el cráneo, permanece internado. Mientras tanto, cientos de fotógrafas y fotógrafos trabajan con miedo a que sus nombres figuren en las publicaciones que firman, por temor a represalias o despidos. No es paranoia: es la consecuencia directa de un modelo de poder que quiere medios disciplinados y cámaras apagadas.

Santiago Caputo no tiene cargo público, pero eso no le impide manejar resortes clave del Estado. Según distintos informes, coordina la SIDE, la AFIP y otras áreas de inteligencia económica y política. Es el cerebro detrás de la estrategia comunicacional del gobierno, el que convence a Milei de alimentar el odio hacia el periodismo, el que opera desde las sombras con cuentas truchas y amenazas veladas. Su sola presencia en el Canal de la Ciudad fue un mensaje: vino a respaldar a los suyos, a marcar territorio y, si es necesario, a apretar con gestos y actos concretos. El hecho de que le haya levantado el tono incluso a Ramiro Marra, uno de los responsables de su llegada al poder, muestra que no responde a reglas institucionales, sino a una lógica de poder puro, sin mediaciones.

El episodio fue documentado y relatado con precisión por la historiadora del fotoperiodismo Cora Gamarnik, quien reconstruyó la secuencia completa a través de un hilo en su cuenta de X. La cadena de imágenes no solo demuestra la agresión: revela el temple de un fotógrafo que, pese a la intimidación, no bajó la cámara. Es un gesto profesional, pero también profundamente político. En un país donde asesinaron a José Luis Cabezas por retratar a un empresario protegido, sostener la cámara es, hoy más que nunca, un acto de coraje.

Pero este no es solo un ataque contra un trabajador de prensa. Es una advertencia a todos los que ejercen el periodismo incómodo. Es el intento de domesticar a la prensa por medio del miedo. Es la institucionalización del escrache desde el poder hacia los que osan mirar donde no se puede. Es la naturalización de una violencia que ya no necesita esconderse: se practica en público, se graba, se difunde, se aplaude desde cuentas oficiales.

Lo que busca Caputo al fotografiar la credencial de Becerra no es un capricho: es una ficha. Es la práctica de quienes construyen listas, de quienes elaboran perfiles, de quienes clasifican y vigilan. Es un acto de disciplinamiento que pretende advertir al resto de los periodistas: sabemos quiénes son, sabemos dónde trabajan, sabemos cómo hacerlos callar. Esa lógica es incompatible con cualquier forma de democracia.

La candidata radical Lula Levy lo dijo con claridad tras el episodio: «En el país de Cabezas esto no es casual: buscan silenciar, amedrentar y dejar claro quién manda. Hay que ponerle un freno». Y tiene razón. La democracia no se degrada de golpe, se erosiona en gestos que parecen aislados pero que responden a una estructura. Un insulto, un empujón, una foto tomada sin consentimiento, una credencial arrancada. Cada una de estas acciones va marcando una dirección. Y esa dirección nos lleva hacia un Estado policial sin uniforme, donde los enemigos son los ojos que miran y las palabras que escriben.

El fotoperiodismo, como bien recuerda Gamarnik, tiene una larga tradición en Argentina de resistir al poder. Cuanto más se lo censura, más se multiplica. La historia está llena de ejemplos. Pero esa resistencia tiene un costo: despidos, precarización, amenazas, persecuciones. Hoy, bajo el gobierno de Javier Milei, ese costo se agrava. Porque no se trata solo de un presidente con discursos virulentos, sino de un aparato que incluye operadores sin rostro ni firma, que manejan información sensible y que actúan sin ningún control institucional.

¿Qué se hace con el nombre de un fotógrafo en manos del poder? ¿Qué implica que un asesor presidencial actúe como si tuviera licencia para intimidar a quien quiera? ¿Hasta dónde se va a tolerar esta escalada? ¿Cuántos episodios más hacen falta para entender que no es una anécdota, sino un plan?

En una democracia real, los funcionarios rinden cuentas. En la Argentina libertaria de hoy, los que rinden cuentas son los periodistas. Los funcionarios no explican, no se exponen, no debaten: operan, amenazan, atacan. En ese escenario, defender al periodismo no es un acto corporativo, es una necesidad política. Porque lo que está en juego no es la libertad de prensa en abstracto, sino el derecho de la sociedad a saber, a ver, a cuestionar.

La imagen de Santiago Caputo arrancando una credencial y sacando una foto no es solo un símbolo del autoritarismo rampante. Es una advertencia. Pero también puede ser, si se convierte en denuncia y en acción colectiva, un punto de inflexión. Porque lo que intentan ocultar, finalmente, es lo que más debe ser mostrado.

Fuentes:

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