Una brecha de seguridad informática expuso los datos personales de 50.000 militares argentinos. La reacción oficial fue tardía, confusa y preocupante. La improvisación libertaria pone en riesgo la soberanía nacional.
(Por NIcolás Valdez) Mientras Javier Milei propone involucrar a las Fuerzas Armadas en la seguridad interior, el Ejército fue blanco de un ciberataque masivo que dejó al desnudo la incapacidad del Estado para resguardar información sensible. El silencio inicial, el desorden en la respuesta y la precariedad en las áreas clave de defensa digital exponen una fragilidad estructural que pone en jaque la seguridad nacional.
La Argentina entera debería estar hablando de esto. Porque no se trata de un problema técnico o de una falla menor, sino de un hecho gravísimo que compromete la seguridad del Estado en su dimensión más sensible: el resguardo de su estructura militar. El hackeo masivo al Ejército Argentino no solo dejó al descubierto los datos de 50.000 efectivos, sino también la alarmante desidia institucional y el desconcierto operativo de un gobierno que parece estar jugando a la guerra sin siquiera saber cuidar sus propias trincheras digitales.
Todo comenzó el martes 13 de mayo, aunque los indicios del ataque cibernético se habían detectado varios días antes. Desde el Ministerio de Defensa, conducido por Luis Petri, el silencio fue la primera y más clara señal de alarma. Ni una palabra durante casi 48 horas. Y cuando finalmente apareció un escueto comunicado, el mismo se limitó a minimizar el asunto: se habló de «datos administrativos», se aseguró que «no se comprometieron capacidades operativas» y se deslizó una frase en potencial, esa forma cobarde del lenguaje que busca calmar cuando no se sabe qué decir.
Pero la realidad, cruda y sin maquillaje, se filtró por otras vías. El periodista Daniel Romero fue uno de los primeros en encender la alarma: los datos comprometidos no eran simples planillas burocráticas. Hablamos de números de DNI, destinos de servicio, domicilios familiares, registros de viajes, certificados académicos. Un paquete completo para el espionaje enemigo, que circuló libremente por la web antes de que las autoridades movieran un dedo.
La empresa Birmingham Cyber Arms, dedicada al monitoreo de amenazas digitales en América Latina, detectó la venta de la información en foros de la dark web. En su sitio mefiltraron.com, alertaron sobre la magnitud de la filtración y advirtieron a Defensa, que para entonces aún no se había dignado a reconocer públicamente lo sucedido. La excusa formal del Ejército fue que recién el 13 de mayo emitieron el parte interno, aunque según Romero, la notificación judicial había sido realizada el 8. ¿Qué ocurrió en esos cinco días? ¿Qué se hizo, o mejor dicho, qué no se hizo?
La respuesta institucional, por no decir el espectáculo de improvisación, incluyó la participación de la Agencia Federal de Ciberseguridad (AFC), un órgano que responde a la vieja y reactivada SIDE, hoy bajo el control de Ariel Waissbein. Este especialista en criptografía, teóricamente a cargo de liderar la defensa cibernética nacional, cuenta apenas con un colaborador que trabaja algunas horas por semana debido a «compromisos laborales paralelos». Es decir, el país enfrenta ataques informáticos sistemáticos con una estructura digna de un pasante de informática.
La gravedad de este escándalo se amplifica si se considera que no es un hecho aislado. Durante la gestión de Javier Milei ya fueron hackeadas la Agencia Nacional de Seguridad Vial, el INTA, la Comisión Nacional de Valores, el PAMI y el caso más crítico, el RENAPER. Cada una de estas intrusiones fue un golpe certero a los sistemas del Estado. Pero lo del Ejército trasciende todo lo anterior: estamos hablando del corazón mismo de la soberanía nacional.
Lo más irónico, o trágico, es que esto ocurre en paralelo al intento del oficialismo por involucrar a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior, en un revival peligroso de la doctrina de la “seguridad nacional” de la última dictadura. Milei quiere soldados patrullando villas y fronteras, pero no puede ni garantizar que sus datos no terminen en manos de criminales internacionales. El mensaje es claro: quieren a los militares en la calle, pero no son capaces de cuidarles ni el legajo.
La política de seguridad del gobierno libertario es un castillo de naipes. Construido sobre slogans de campaña, promesas vacías y una épica de papel maché. Mientras Patricia Bullrich habla de “guerra contra el narcotráfico”, el Estado no puede evitar que se filtre información militar clasificada. Mientras Milei se regodea hablando de «organizaciones criminales trasnacionales», no logra que su propia administración funcione con un mínimo de profesionalismo digital.
Y entonces aparece la pregunta incómoda que muchos prefieren esquivar: ¿quién se hace cargo de esta catástrofe? ¿Habrá renuncias? ¿Habrá explicaciones ante el Congreso? ¿O simplemente se correrá el velo del escándalo, esperando que la próxima noticia lo tape todo? La lógica Milei es la del espectáculo permanente, del incendio mediático constante. Pero esta vez el fuego llegó al cuartel.

Porque esto no es una anécdota para redes sociales ni un problema “heredado de la casta”. Es el resultado directo de un Estado desfinanciado, desprofesionalizado y conducido por un elenco de CEOs, improvisados y fanáticos libertarios que creen que gobernar es mandar tweets y hacer vivos en TikTok. Mientras tanto, los servidores tiemblan, los archivos se exponen, y la seguridad nacional queda a merced de grupos organizados de hackers que conocen más del Estado que los propios funcionarios.
En este escenario, cada nuevo hackeo no solo representa un robo de datos: es una señal de alarma, un testimonio del desmantelamiento sistemático de la capacidad del Estado para ejercer soberanía digital. Una vulnerabilidad profunda que, lejos de ser atendida con seriedad, se tapa con comunicados tibios y gestos marketineros. No se trata de si el gobierno “quiere” o “no quiere” defender la soberanía: no puede.
Mientras los datos de miles de soldados argentinos circulan en foros clandestinos, la principal preocupación del oficialismo parece ser el show político. Pero la realidad no se combate con likes. Se enfrenta con planificación, con inversión, con cuadros técnicos, con decisión política. Nada de eso abunda hoy en la Casa Rosada.
La lección es amarga pero urgente: sin una ciberdefensa fuerte, moderna y profesional, la Argentina está expuesta. Y cuando el enemigo no necesita aviones ni armas para espiarnos, sino apenas una conexión a internet, la batalla ya empezó. Y, por ahora, la estamos perdiendo.
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