Censura diplomática: el gobierno de Milei desmonta el arte crítico en China y expone su intolerancia al disenso. Una exposición artística en la embajada argentina en Pekín fue desmantelada de urgencia por orden del vicecanciller Eduardo Bustamante, luego de descubrir que las obras retrataban a Javier y Karina Milei en clave satírica. El incidente desnuda una gestión diplomática errática, autoritaria y temerosa de la crítica simbólica. (Ilustración: «La sagrada familia». Óleo sobre lienzo 66 x 53 cm. 2024. Verónica Gómez.)
(Por Osvaldo Peralta) El escándalo diplomático en China por la censura de obras de la artista Verónica Gómez revela hasta qué punto el gobierno de Javier Milei está dispuesto a llegar para blindar su imagen. Bajo el pretexto de un acto «apolítico», la muestra fue desactivada a los gritos y con amenazas, dejando en ridículo a la embajada argentina y generando incomodidad internacional. El control del relato, aún fuera del país, se vuelve prioridad para una administración cada vez más intolerante y centralizada.
La escena resulta tan absurda como reveladora. Un vicecanciller argentino, en plena misión diplomática en Pekín, se descompone de furia al enterarse de que una muestra artística organizada por su propia embajada incluye cuadros que retratan a los hermanos Milei en clave crítica. Lo que debía ser un acto cultural «apolítico» termina convertido en un bochorno diplomático de proporciones insólitas: gritos desde un auto oficial, órdenes de desmontaje de último momento, embajadores desinvitados, y cuadros que acaban escondidos en un depósito. El papelón no solo exhibe el amateurismo que reina en la diplomacia libertaria, sino algo más profundo y alarmante: la obsesión paranoide de un gobierno que no tolera ni el más mínimo atisbo de irreverencia simbólica.
La historia, digna de una tragicomedia, comienza con la llegada a China del vicecanciller Eduardo Bustamante, enviado para montar una especie de «contracumbre» a la CELAC, ese foro regional que Javier Milei aborrece por considerarlo bastión del «socialismo internacional». La embajada argentina en Pekín, en un intento de enmascarar el vacío político con un evento cultural, organiza una muestra de arte contemporáneo. Pero hay un detalle que desata la tormenta: entre las obras expuestas están los cuadros de Verónica Gómez, artista premiada y con trayectoria internacional, que en sus lienzos ha pintado a Milei como un rey siniestro, de piernas flácidas, con ojos de serpiente, rodeado de figuras alegóricas que representan a su hermana Karina, a Mauricio Macri y a otros personajes del elenco libertario.

«El Rey León». Óleo sobre lienzo. 130 x 110 cm. 2024. Verónica Gómez.
Cuando Bustamante se entera, literalmente desde el coche que lo lleva al evento, monta en cólera. Amenaza con no bajarse si no desarman la exposición inmediatamente. La embajada entra en pánico. Se bajan cuadros, se reprograma la inauguración, se cancelan invitaciones a diplomáticos de otros países y se esconde todo en un depósito olvidado, ese mismo donde ya duermen hace años otras obras de artistas argentinos que fueron llevadas con promesas de visibilidad y ventas bajo el fallido embajador Diego Guelar. A juzgar por los hechos, el actual embajador Marcelo Suárez Salvia no lo hace mucho mejor. Pese a ser de carrera, llegó de la mano del macrismo, al igual que Bustamante, y ahora sufre las consecuencias de un desmanejo que lo deja tambaleando en su puesto.
Pero más allá del chisme palaciego y las internas diplomáticas, lo ocurrido en China habla de un fenómeno más grave: la creciente intolerancia del gobierno de Javier Milei a toda forma de crítica, incluso simbólica, incluso artística, incluso a miles de kilómetros de distancia. Que un vicecanciller reaccione con semejante nivel de violencia ante una pintura —una pintura— revela una fragilidad alarmante en el manejo de lo simbólico, y una necesidad infantil de controlarlo todo, de evitar que la imagen presidencial sea asociada con cualquier gesto de disenso o ironía.
La obra en cuestión no es, tampoco, un ataque burdo ni una caricatura sin fundamentos. Verónica Gómez, profesora nacional de pintura, becaria de la Pollock-Krasner Foundation y artista con obras adquiridas por el Malba, explicó con claridad el significado de su trabajo. «El niño Rey León es Milei», explicó. «Está vestido con camuflaje, como cuando visitó Bahía Blanca con un atuendo estrafalario; los ojos de serpiente son la Ley Bases; los cítricos pudriéndose, las economías regionales. El tercer ojo es Karina, y los pies —esos pies— son los que conocimos gracias a Fátima Florez». En el fondo, hay un gato que representa a Macri, un monje negro que oscila entre Santiago Caputo y Sturzenegger, y una cabellera rubia que remite a Karina disfrazada para visitar al Papa.
No se trata, entonces, de una provocación sin contenido, sino de una crítica alegórica, profunda, rica en símbolos. Pero al gobierno libertario no le interesa el arte como herramienta de pensamiento. Le molesta el espejo. Le irrita que lo representen fuera del discurso que él mismo autoriza. El resultado: censura. Burda, directa, prepotente. En Pekín o en Buenos Aires, el modelo Milei se muestra incapaz de convivir con la crítica, con la sátira, con la metáfora. Y cuando no puede controlar el relato, lo destruye.
El episodio además deja en evidencia otra falencia del actual gobierno: su caótica política exterior. Mientras los países latinoamericanos firmaban acuerdos millonarios en la CELAC, la representación argentina armaba una «contracumbre» sin contenido, desactivada por un berrinche. La diplomacia argentina —esa que alguna vez fue reconocida por su profesionalismo y cintura— hoy actúa como una extensión del capricho presidencial. No hay planificación, no hay estrategia, no hay autonomía. Solo reflejos espasmódicos para proteger el culto a la personalidad de Milei y su séquito.
El arte, históricamente, ha sido uno de los primeros blancos de los regímenes autoritarios. Porque molesta. Porque interpela. Porque, como dijo alguna vez Orwell, «toda obra artística es un acto político». El gobierno libertario, que se jacta de ser la vanguardia de la libertad, parece tenerle más miedo a una pintura que a la inflación o a la recesión. En lugar de debatir ideas, censura cuadros. En vez de dialogar con el mundo, desinvita embajadores. Y mientras tanto, afuera, la Argentina sigue perdiendo relevancia en los foros internacionales, atada a una diplomacia que no entiende de sutilezas ni de inteligencia estratégica.
Que el episodio haya ocurrido en China, además, no es casual. En el país donde el control estatal de la expresión artística es ley, fue Argentina —una democracia— la que censuró una obra. Hasta los funcionarios diplomáticos, según fuentes citadas por LPO, se lamentaban con ironía: «Después de esto, Xi Jinping está autorizado a decirnos estalinistas».
Es la paradoja de los libertarios en el poder. Se proclaman adalides de la libertad, pero no toleran que una artista pinte a Milei como un rey grotesco. Hablan de competencia de ideas, pero la única que permiten circular es la propia. Dicen luchar contra el totalitarismo, mientras censuran muestras de arte en nombre del decoro presidencial. Y así, entre gritos, lienzos escondidos y embajadores incómodos, revelan que la verdadera debilidad de su proyecto no es económica, sino simbólica: no saben convivir con el pensamiento libre.
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