A contramano de los estándares democráticos y en plena escalada autoritaria del gobierno de Javier Milei, los jueces Gorini, Basso y Giménez Uriburu avanzan en un entramado judicial que busca silenciar a Cristina Kirchner y quebrar el músculo simbólico del peronismo. La prisión domiciliaria pende de un hilo y lo que se discute, en el fondo, no es sólo la libertad de una expresidenta sino la posibilidad de que exista resistencia política en tiempos oscuros.
La democracia no se derrumba de un día para el otro, se erosiona en gestos, en decisiones que se disfrazan de justicia pero huelen a venganza. Lo que está ocurriendo con Cristina Fernández de Kirchner no es solo una persecución política: es un intento de disciplinamiento institucional con ropaje jurídico, una puesta en escena siniestra que busca convertir a la exmandataria en chivo expiatorio del descontento social y, más aún, en blanco de escarmiento ejemplificador.
En Comodoro Py ya no disimulan. El Tribunal Oral Federal 2, integrado por Jorge Gorini, Rodrigo Giménez Uriburu y Andrés Basso, evalúa endurecer las condiciones de detención de la expresidenta e incluso no descartan negarle la prisión domiciliaria. En un contexto donde el gobierno de Javier Milei profundiza el ajuste, desmantela el Estado y pisotea las garantías democráticas, los jueces parecen actuar en sintonía con un clima político de represión simbólica: acallar a Cristina es acallar al peronismo.
La situación alcanza niveles de absurdo distópico. Se discute si se le permitirá a la expresidenta utilizar redes sociales, recibir visitas sin un filtro extremo o incluso asomarse al balcón. No se trata de medidas de seguridad: se trata de despojarla de toda capacidad de expresión pública, de amputarle su rol político y convertirla en rehén de un poder judicial decidido a ejercer no justicia, sino castigo.
Gorini, que había anunciado que tomaría una licencia la semana próxima, finalmente la postergó. No es casual: la decisión sobre Cristina ya está tomada en términos de oportunidad. El momento es ahora, con un gobierno que celebra cada gesto de disciplinamiento hacia sus opositores y una narrativa mediática que se alimenta del morbo y la demonización. Que no nos engañen: aquí no se trata de una interna técnica, ni de decisiones administrativas. Lo que está en juego es el límite entre justicia y revancha, entre legalidad y autoritarismo.
Cristina, por su parte, se anticipó. En un posteo que refleja el tono grave de la situación, expuso las razones por las cuales solicita que se respete su domicilio como lugar de detención. “No se trata de un privilegio. Por el contrario, obedece a estrictas razones de seguridad personal”, escribió. La lógica que plantea es simple y legítima: garantizar su integridad física en un contexto de hostilidad creciente. Sin embargo, en el universo invertido del lawfare, hasta un derecho básico puede ser interpretado como una estrategia.
Las medidas que analizan los jueces tienen el inconfundible sabor de lo disciplinario. No se tolera que desde el balcón de su casa se pronuncie, que la esquina de San José y Humberto Primo se transforme en símbolo de resistencia. Quieren evitar otro “bastión emocional” como fue la vigilia popular que se armó en 2022 cuando se conoció su condena. El objetivo es político, no jurídico: Cristina no debe hablar, no debe aparecer, no debe liderar.
La coincidencia con los pedidos de los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola tampoco es azarosa. Ambos han sostenido una línea de máxima dureza, exigiendo incluso su detención inmediata. Más que fiscales, parecen cruzados del puritanismo institucional, convencidos de que su cruzada personal tiene el respaldo de una supuesta moral republicana. Pero debajo de ese barniz de corrección, late un desprecio profundo por el pluralismo, por la historia reciente del país y por cualquier proyecto político que no se arrodille ante el modelo neoliberal dominante.
Los tres jueces del TOF 2 arrastran, además, una historia cargada de tensiones con el kirchnerismo. Acusan al espacio de haberlos espiado ilegalmente, de haber filtrado datos personales, de haber presionado desde el poder. Puede que sea cierto. Puede que no. Pero incluso si lo fuera, eso no les da derecho a ejercer justicia con la vara de la revancha. El Poder Judicial no puede funcionar como un campo de batalla personal.
Mientras tanto, la expresidenta espera otros tres juicios: Hotesur-Los Sauces, la causa de los Cuadernos y el memorándum con Irán. De todos ellos, solo el de los Cuadernos tiene fecha: 6 de noviembre. Todo indica que el calendario judicial está cuidadosamente sincronizado con los tiempos políticos. No hay casualidades en esta maquinaria.
El mensaje que busca enviar el sistema de poder —judicial, político, mediático— es claro: nadie puede desafiar el statu quo sin pagar un precio. Nadie puede alzar la voz desde la historia sin que le pasen factura. Y Cristina, que simboliza una etapa de conquistas sociales, de ampliación de derechos y de desafío al poder económico, es hoy la presa preferida.
Pero este ensañamiento no solo afecta a una persona. Afecta al sistema democrático. Afecta la posibilidad de disentir. Afecta la convicción de que, aun con diferencias, la política no puede ser criminalizada. Afecta, también, a millones de personas que encuentran en Cristina una referencia identitaria, una esperanza, una madre política.
El gobierno de Javier Milei no necesita apretar el gatillo: le basta con que lo hagan los jueces. Desde que asumió, ha alentado un clima de confrontación permanente, de deslegitimación de todo lo que huela a justicia social o soberanía nacional. Esta avanzada judicial es funcional a ese objetivo. El problema no es que Cristina sea peligrosa. El problema, para ellos, es que todavía tiene la capacidad de interpelar, de movilizar, de encarnar una alternativa.
¿Hasta dónde están dispuestos a llegar? ¿Van a encarcelarla en condiciones infrahumanas? ¿Van a prohibirle hablar? ¿Van a impedirle mirar por la ventana? ¿Qué sigue después? ¿La eliminación simbólica? ¿El destierro?
Este no es un caso más. Es una señal de alerta. Un llamado a la conciencia. Un punto de inflexión. No estamos ante un proceso judicial. Estamos ante un episodio de persecución política con complicidad institucional. Si la democracia sirve para algo, debe servir para impedir esto.
Porque si la política se convierte en delito, lo que queda es la obediencia. Y si la justicia se convierte en castigo ideológico, lo que queda es el miedo.
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