En Misiones el gran ganador fue el ausentismo y La Libertad Avanza sacó un cómodo tercer lugar

Con un récord de ausentismo, resultados sin sorpresas y un escenario dominado por el desgaste cívico, las elecciones en Misiones dejaron mucho más que nombres y bancas: mostraron una sociedad desmovilizada, una democracia provincial encapsulada y una radiografía política que incomoda tanto al oficialismo local como al gobierno libertario de Javier Milei.

La provincia de Misiones vivió este domingo 8 de junio una jornada electoral que, en apariencia, transcurrió sin sobresaltos. Pero lo que para algunos analistas fue un proceso previsible, para quien observe con atención se trata de una señal potente —y peligrosa— de lo que se está gestando en los márgenes del sistema democrático argentino. En este rincón del país, donde históricamente el Frente Renovador de la Concordia se mueve con eficacia quirúrgica, los datos oficiales confirmaron una vez más su supremacía en las urnas, pero también mostraron que esa hegemonía ya no seduce a la mayoría.

Con un récord histórico de ausentismo, que ronda el 50 por ciento del padrón, la primera pregunta que flota en el aire es: ¿quién gobierna cuando la mitad del electorado se queda en casa? Y, peor aún, ¿quién se beneficia de ese vacío?

En tiempos en que el presidente Javier Milei celebra recortes, arremete contra los sindicatos, desfinancia la educación pública y vacía programas sociales en nombre de una supuesta «libertad de mercado», el espejo misionero devuelve una imagen incómoda. El oficialismo local, sostenido por décadas bajo un esquema híper provincializado y con herramientas como la Ley de Lemas, volvió a quedarse con la mayoría de las bancas en disputa, blindando su control sobre la Legislatura. Pero el verdadero dato político no está en cuántos escaños retuvo Carlos Rovira, sino en cuántos ciudadanos decidieron no participar de ese juego.

La democracia de baja intensidad que se evidencia en Misiones es el síntoma de algo más profundo: el pacto de apatía que empieza a sellarse entre una dirigencia encapsulada y una ciudadanía cansada de votar sin cambiar nada. Es el mismo pacto que, en otros contextos, supo abrirle la puerta a experimentos autoritarios. Hoy, en la tierra colorada, se disfraza de continuidad institucional, pero su lógica de fondo es alarmante.

Porque si bien el FRC logró su objetivo —mantenerse como la fuerza dominante, con un bloque consolidado en la Cámara de Representantes y capacidad de vetar cualquier iniciativa externa—, el escenario se tensó por la irrupción de un nuevo actor: La Libertad Avanza. El partido del presidente Milei, pese a su caótica estructura local y la falta de figuras consolidadas, logró meterse en la conversación política provincial. No ganó, pero marcó presencia. Y eso, en un contexto tan fragmentado, es suficiente para sembrar preocupación.

No se trata solo de votos. Se trata de climas sociales, de cambios culturales, de lo que no se dice en los actos pero se escucha en las calles. El avance de los libertarios no responde a una adhesión masiva a su ideario ultraliberal —incluso en provincias donde el Estado cumple funciones vitales, como Misiones—, sino al hastío, al abandono, al hartazgo. Lo que crece en esa tierra no es tanto el amor a Milei como el rechazo a todo lo demás.

Y mientras el oficialismo se refugia en su maquinaria territorial, la oposición tradicional —radicalismo, peronismo, socialismo— aparece difusa, desdibujada, incapaz de construir una alternativa sólida. El caso del ex policía Ramón Amarilla, detenido en causas penales y sin embargo tercero en las elecciones con el 20% de los votos, es la prueba más cruda de esa orfandad: cualquiera puede canalizar el malestar, si del otro lado no hay nadie.

La dinámica nacional no está desconectada de este escenario. Milei ha hecho de la confrontación su sello, pero el vacío que se abre en los territorios también es responsabilidad suya. Su gobierno —ausente en políticas concretas para el interior profundo— deja a las provincias libradas a su suerte, desfinanciadas, expuestas. La deserción del Estado nacional como actor articulador solo fortalece a los poderes locales, aún los más conservadores, aún los más clientelares. Es, en definitiva, un sálvese quien pueda disfrazado de federalismo.

El experimento Milei, que en Buenos Aires se narra como épica de desregulación, en el NEA se siente como abandono. Y en ese abandono, surgen los votos huérfanos. No es casual que la participación electoral se derrumbe cuando las promesas se vuelven amenazas y los programas se transforman en recortes. Porque al final del día, ¿para qué ir a votar si todos los caminos llevan al ajuste?

Ni los libertarios, ni los renovadores, ni la vieja oposición parecen tener respuestas. Todos cabalgan, de un modo u otro, sobre una ciudadanía desmovilizada. Y eso es, en términos democráticos, el peor de los escenarios posibles. Una democracia sin ciudadanos es apenas una coreografía. Una representación sin sustancia. Y eso, más que una anomalía, empieza a parecer la nueva norma.

Misiones, con su silencio, con su abstención, con su voto resignado, nos está diciendo algo. El problema es que nadie parece querer escuchar.

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