ATE: Rodolfo Aguiar recibió una amenaza de muerte y desaparición por parte de un militante libertario

La amenaza explícita al dirigente estatal Rodolfo Aguiar no es un caso aislado ni una excentricidad digital. Es el síntoma de un clima de época donde el odio se institucionaliza, la violencia se legitima y la democracia se deshilacha bajo el fuego cruzado de discursos extremistas, avalados —por acción u omisión— desde las más altas esferas del gobierno de Javier Milei. Lo que está en juego no es una persona. Es el derecho a disentir, a organizarse, a protestar.

“Rezá por tu vida, te juro voy preso pero le hago un bien enorme a la patria. Hay que hacer desaparecer a esta bosta”. La frase no se filtró de una novela distópica ni de un expediente judicial de la última dictadura. Fue escrita hace apenas unas horas, en plena democracia, por un fanático libertario desde su cuenta de Instagram, dirigida directamente a Rodolfo Aguiar, Secretario General de la Asociación Trabajadores del Estado (ATE). La amenaza fue pública, cruda y directa: muerte y desaparición para quien se atreve a representar trabajadores en tiempos de ajuste y represión.

El agresor se hace llamar “El Vidriero Liberal”. Su nombre real —según se supo— corresponde a un vendedor de cristales del partido de General San Martín, en la provincia de Buenos Aires. En redes sociales no se esconde: milita fervorosamente por Javier Milei, profiere insultos contra referentes sindicales, políticos opositores y toda persona que no comulgue con su cosmovisión cargada de odio y nostalgia por las botas. Es negacionista, antiderechos y profundamente violento. Lo más perturbador no es que exista, sino que se siente habilitado. Empoderado. Autorizado por un contexto político donde la deshumanización del otro se ha vuelto moneda corriente.

La amenaza llegó horas antes del paro nacional convocado por ATE. No es casual. En el país de Milei, organizarse sindicalmente es casi un acto de subversión. Defender derechos laborales equivale a desafiar al mercado sagrado. Y convocar a la protesta, en esta Argentina, es visto por el gobierno como un acto terrorista. Desde ese marco ideológico, donde el Estado debe desaparecer y los sindicatos son una rémora “marxista” del pasado, no es sorprendente que un seguidor radicalizado amenace con hacer “desaparecer” al principal referente de ATE. La palabra no fue elegida al azar. En un país atravesado por la memoria de 30.000 desaparecidos, usarla como método de amenaza política no solo es infame, es profundamente simbólico. Es un mensaje en sí mismo.

Aguiar no se quedó callado. Denunció el hecho penalmente. Advirtió sobre la gravedad del clima político que se vive. Y fue contundente: “Tenemos que frenar a estos energúmenos que están corriendo los límites de la democracia”. Porque eso es lo que está ocurriendo. La amenaza a su integridad física no es un caso aislado. Es el resultado directo de un proceso de degradación institucional donde el adversario se convierte en enemigo y donde los discursos de odio, lejos de ser frenados por el Estado, son muchas veces legitimados desde el atril presidencial o por los funcionarios que integran el gabinete.

Y, como siempre, la Justicia llega tarde. O ni siquiera llega. “Hasta ahora, la Justicia ha sido la gran ausente. Esperamos que finalmente actúe con ejemplaridad frente a un ataque sin precedentes a todos los derechos constitucionales”, expresó Aguiar. Tiene razón. En este contexto, el silencio del Poder Judicial no es neutralidad, es complicidad. Cada vez que se ignoran este tipo de amenazas, se corre un poco más el límite de lo tolerable. Y una vez que ese límite desaparece, ya no hay democracia que lo resista.

Pero no se trata solo de un problema judicial. Es profundamente político. ¿Qué hace el gobierno de Javier Milei ante este tipo de hechos? Nada. O peor: elige mirar para otro lado mientras sus operadores digitales, influencers y trolls replican discursos similares, celebran el odio y fomentan la confrontación. Patricia Bullrich, ministra de Seguridad, fue incluso invocada directamente en el mensaje amenazante: “¡Patricia, metelo preso de una vez a este mierda, por favor!”. La escena es aterradora: un ciudadano pidiéndole a la ministra que encarcele sin juicio previo a un sindicalista, simplemente por cumplir su función. ¿Y Bullrich? Silencio. Ni una palabra. Ni una condena. Ni un gesto de repudio.

Ese silencio —como todo en política— habla. Habla de un gobierno que no está dispuesto a ponerle freno a los sectores más radicalizados de su base. Habla de una gestión que se alimenta del enfrentamiento y necesita de un enemigo interno constante para justificar su brutal ajuste. Habla de una administración que prefiere estigmatizar al sindicalismo antes que garantizar la paz social. En definitiva, habla de un Estado ausente cuando se trata de proteger a quienes no están alineados con su modelo ultraliberal y represivo.

La amenaza a Aguiar también es un mensaje para todos los trabajadores organizados: “No se metan. No protesten. No levanten la voz. Porque el costo puede ser su vida”. Esa es la verdadera dimensión del hecho. No estamos ante una amenaza personal. Es un intento de disciplinamiento colectivo. Una advertencia para los que marchan, para los que se oponen, para los que se organizan. Es un globo de ensayo. Un experimento de miedo.

Pero cuidado: no hay que subestimarlos. Los ataques no son anecdóticos. Son parte de un plan. Porque cuando el presidente de la Nación llama “casta” a todo aquel que lo critique, cuando se recorta el presupuesto de los organismos de derechos humanos, cuando se reinstala el discurso de “guerra cultural”, se habilita una zona gris donde todo vale. Y en esa zona gris, las amenazas como la que recibió Aguiar ya no son aberraciones. Son consecuencias.

La violencia política en la Argentina de Milei escala, se vuelve más cruda, más explícita, más impune. No se trata de una percepción. Es un hecho. Hoy fue Aguiar. Mañana puede ser cualquier dirigente social, periodista, docente o artista que se anime a expresar disenso. La pregunta es: ¿hasta cuándo se va a tolerar esto? ¿Cuál es el punto de quiebre? ¿Habrá que lamentar una tragedia para que el Estado actúe?

El país no puede normalizar el odio como forma de hacer política. No podemos resignarnos a que las redes sociales se conviertan en trincheras de amenazas, ni aceptar que el poder mire para otro lado cuando se violan los derechos básicos. La democracia no es solo votar cada cuatro años. Es también garantizar que todos —incluso los que piensan distinto— puedan expresarse, protestar y vivir sin miedo.

Por eso, lo que está en juego con esta amenaza no es solo la vida de Rodolfo Aguiar. Es la salud de nuestra democracia. Es el derecho a disentir sin que eso implique una sentencia de muerte escrita desde el anonimato virtual, pero con el aval tácito del poder real.

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