El Instituto Nacional Juan Domingo Perón fue vaciado en plena noche por orden del gobierno de Javier Milei

El saqueo de la memoria: Milei y el desguace del legado peronista. El Instituto Nacional Juan Domingo Perón, símbolo vivo de la historia política argentina, fue vaciado en plena noche por orden del gobierno de Javier Milei. El operativo, ejecutado con saña y secretismo, apunta a borrar los rastros de una tradición que incomoda al poder libertario.

Libros incunables, bustos históricos, documentos irreemplazables y objetos personales del matrimonio Perón fueron sustraídos y arrojados como basura. El intento de “extirpar al peronismo” se vuelve un acto brutal de violencia simbólica y material. La resistencia, sin embargo, ya se organiza desde la dignidad de los trabajadores.

En la oscuridad de la noche, como en los tiempos más aciagos de nuestra historia reciente, la policía del gobierno de Javier Milei se presentó en la sede del Instituto Nacional Juan Domingo Perón y ejecutó un operativo que hiela la sangre: comenzaron a vaciar sistemáticamente el patrimonio histórico del peronismo, esa memoria incómoda que el nuevo régimen quiere erradicar del mapa político argentino. Libros incunables, documentos únicos, bustos de Evita y Perón, placas conmemorativas, investigaciones, objetos personales y hasta materiales audiovisuales fueron secuestrados sin previo aviso y trasladados a depósitos con un único fin: eliminar de la escena pública todo vestigio de un legado que aún moviliza pasiones y conciencia popular.

Este atropello no es un hecho aislado. Es parte de una ofensiva más amplia y despiadada contra todo lo que huela a justicia social, memoria obrera y derechos conquistados. Se trata de un plan calculado, una vendetta ideológica contra el movimiento político más importante de la historia argentina. El gobierno de Javier Milei, con la complicidad activa de sus operadores libertarios, ha transformado la persecución simbólica en una práctica de gestión. ¿Se puede gobernar desde el odio? La respuesta se vuelve cada vez más evidente.

El lugar saqueado no es cualquier sitio. Es la casa de la calle Austria, en el corazón del barrio porteño de Recoleta. Allí vivieron Juan Domingo Perón y Eva Duarte; allí nació buena parte de la arquitectura política y social que moldeó al país durante el siglo XX. Desde esas paredes, Eva Perón —agonizante y decidida— organizó hasta el último día su compromiso con los humildes. Por esa ventana recibía las cartas de los más pobres, las que ella misma leía y respondía con acciones concretas a través de la Fundación Eva Perón. Esa casa, hoy vaciada por gorilas vestidos de policías y funcionarios de traje libertario, es también la casa de la historia, del pueblo y de la esperanza.

No sorprende, aunque duele. La violencia simbólica que despliega La Libertad Avanza se vuelve una herramienta cotidiana de gobierno. No alcanza con ajustar el bolsillo, despedir trabajadores o congelar presupuestos. También hay que arrasar con lo que emociona, con lo que recuerda, con lo que representa una amenaza espiritual para su cruzada de destrucción sistemática del Estado. Es, en definitiva, una forma de dominación: cuando no se puede borrar al adversario político por las urnas, se lo desaparece de los libros, los museos y la memoria colectiva.

El operativo del despojo se organizó como un verdadero secuestro cultural. Sin anunciar el destino de los bienes, sin diálogo con quienes gestionan el espacio, sin orden judicial que lo respalde, el Estado libertario actuó como un grupo comando ideológico. Y como en los años más oscuros, lo hizo en la penumbra, en silencio, con el rostro oculto por las sombras del resentimiento.

Pero lo que duele aún más es el destino inmediato que pretenden imponerle a ese espacio. El 12 de junio, los gurkas de La Libertad Avanza planean tomar posesión definitiva del lugar, expulsando por la fuerza a las treinta familias que sostienen allí una cooperativa cultural. En ese sitio funciona hoy “Un café con Perón” y la sala de cine Leonardo Favio, gestionada con esfuerzo, dignidad y compromiso social. Su concesión está vigente hasta 2027, pero eso parece no importar. La legalidad se ha vuelto irrelevante para quienes gobiernan a fuerza de decretos, mentiras y amenazas.

La decisión del gobierno no es sólo ilegal, es cruel. Al quitarles el espacio, se les quita también el sustento a decenas de trabajadores. Pero la pérdida mayor es otra: es la herida que se abre en la democracia, en la cultura, en la posibilidad de debatir con respeto las ideas que nos dividen pero que también nos definen. Porque lo que se pretende con este vaciamiento no es sólo golpear al peronismo: es desmembrar la memoria colectiva de los argentinos, mutilar nuestra historia para reescribirla con tinta libertaria y rencor reaccionario.

Desde la cooperativa que resiste el desalojo lo dijeron sin vueltas: “Estamos resistiendo el embate brutal de un gobierno insaciable y sin corazón que apalea jubilados con hambre, insulta niños con autismo, deja librados a su suerte a los enfermos de cáncer, desoye a los laburantes, científicos, artistas, a quienes acusa de opositores o golpistas”. No se trata de una hipérbole, es una descripción precisa del clima que se respira en la Argentina gobernada por Milei. Un país donde los derechos se negocian como mercancía, la historia se vende al mejor postor y la cultura popular se desprecia con cinismo.

La “nueva libertad” que prometieron viene cargada de violencia, precarización y saqueo. Y mientras en las calles crece el hambre, en los salones del poder se aplaude la represión, se vitorea la desregulación y se planea, con precisión quirúrgica, la destrucción de todo símbolo que hable de justicia social, equidad o soberanía nacional.

La toma del Instituto Juan Domingo Perón no es sólo un ataque a una corriente política. Es una declaración de guerra contra la historia argentina. Y como toda guerra cultural, no se libra sólo con tanques, sino con decretos, con editoriales, con gestos de desprecio hacia lo colectivo. Pero también, como toda guerra cultural, puede ser enfrentada con la fuerza imbatible de la memoria, la organización y la resistencia popular.

Los trabajadores que hoy defienden ese espacio son los custodios de una llama que no se apaga. Porque podrán robarse bustos, quemar archivos, cerrar salas de cine, pero no podrán jamás borrar del alma del pueblo ese amor profundo que aún late por Evita, por Perón, por cada derecho conquistado y por cada batalla librada en defensa de la dignidad.

No se trata sólo de resistir. Se trata de no olvidar. De no permitir que nos roben el relato, que nos dicten qué recordar y qué enterrar. Se trata, sobre todo, de hacer tronar otra vez esa música maravillosa que es la palabra del pueblo argentino: un grito colectivo que no se rinde, ni siquiera frente a la brutalidad disfrazada de “libertad”.

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