El gobierno de MIlei, con su plan de desregulación y a pedido del FMI, amenaza con borrar del mapa la industria electrónica fueguina

El gobierno nacional, a través de su plan de desregulación y ajuste acordado con el FMI, amenaza con borrar del mapa la industria electrónica fueguina, mientras Sturzenegger se burla de los trabajadores y propone reemplazar fábricas por turistas.

(Por Osvaldo Peralta) Con más de 6000 puestos de trabajo en riesgo por la eliminación de aranceles a la importación de celulares, la UOM declaró un paro por tiempo indeterminado en Río Grande y Ushuaia. Las palabras del ministro Sturzenegger, que sugirió transformar la isla en un “parque de diversiones”, desataron la indignación popular y encendieron una alarma sobre el desprecio gubernamental por la soberanía productiva y el empleo nacional.

Río Grande no es Disneylandia. Es una ciudad obrera, forjada entre el viento austral y la convicción de que la industria también puede existir en los márgenes del mundo. Pero el gobierno de Javier Milei parece decidido a dinamitar todo lo que represente producción nacional, trabajo formal y dignidad obrera. En su cruzada por cumplir a rajatabla con las exigencias del Fondo Monetario Internacional, ha encontrado en Tierra del Fuego una nueva víctima: más de 6000 empleos directos e indirectos que dependen de la industria electrónica local están hoy en la cuerda floja.

La chispa que encendió el conflicto fue el anuncio del vocero presidencial, Manuel Adorni, quien comunicó la reducción y futura eliminación de aranceles a la importación de celulares. Detrás de ese gesto supuestamente técnico, se oculta una decisión política brutal: abrir el mercado local a productos extranjeros y asestar un golpe mortal a la estructura productiva fueguina. La Unión Obrera Metalúrgica (UOM) no tardó en reaccionar: paro total por tiempo indeterminado, movilización y una declaración tajante en defensa de los puestos de trabajo y la soberanía económica de la isla.

Pero lo que verdaderamente echó gasolina al incendio fue la intervención del ministro de Desregulación, Federico Sturzenegger, el ideólogo detrás del plan de liberalización. Con un cinismo que roza el sadismo, el funcionario relativizó la pérdida de empleos asegurando que el beneficio para los consumidores —productos más baratos— justificaba el sacrificio. Como si los fueguinos no fueran argentinos. Como si sus vidas pudieran descartarse a cambio de un celular importado con descuento.

Y como si eso no bastara, redobló la apuesta con una propuesta insultante: “Tierra del Fuego debería convertirse en un parque de diversiones de nivel mundial”, dijo sin ruborizarse, como quien habla de un terreno baldío y no de una provincia con historia, cultura, arraigo y proyectos de vida. Según su delirante lógica, los galpones industriales “degradan el paisaje” y obstaculizan la transformación turística de la isla, que —sostiene— podría competir con Nueva Zelanda y servir de antesala a la Antártida para millones de visitantes extranjeros.

En cualquier país serio, semejante desconocimiento del territorio y desprecio por su población provocaría la renuncia inmediata del funcionario. Pero en la Argentina de Milei, esa fraseología siniestra es política de Estado.

Las declaraciones de Sturzenegger no cayeron en saco roto. El gobernador Gustavo Melella, con voz de fueguino dolido pero firme, respondió con contundencia: “Sturzenegger es un tremendo atorrante. Si un ministro dice eso, es un atorrante o un ignorante. No conocen la provincia. ¿Tiene que haber una sola actividad productiva?”. La indignación no es solo institucional; es visceral, porque lo que está en juego es el tejido social de una comunidad entera.

Y no es una exageración. El 35% del Producto Bruto de la provincia proviene de la industria electrónica. Río Grande, ciudad obrera por excelencia, concentra la mayor parte de las fábricas. Ushuaia, en cambio, está orientada al turismo. Pensar que pueden sustituirse una con otra no solo es geográficamente absurdo —las separan 212 kilómetros de terreno montañoso—, sino también socialmente catastrófico. ¿Qué se supone que deben hacer esos miles de trabajadores? ¿Cambiar el overol por una bandeja de mozo? ¿Volverse guías de trekking?

Hasta el propio CEO de Newsan, Luis Galli, reconoció que su empresa podría adaptarse importando en vez de fabricar, pero advirtió con crudeza que el problema es “toda esa gente que está trabajando. Las consecuencias son para ellos. Y para la provincia, que van a ser muy altas”.

Los testimonios se multiplican, pero el gobierno no escucha. La senadora fueguina Cristina López lo dijo con claridad: “La motosierra de Milei pone en riesgo los empleos de la industria fueguina. Esta medida va a provocar desempleo, desinversión y un devastador impacto social. Vamos a defender el trabajo fueguino. No vamos a permitir que destruyan nuestra industria”.

Pero detrás de esta embestida no hay solo desidia ni ignorancia. Hay estrategia. Porque esta desindustrialización no es un efecto colateral, sino un objetivo buscado. Se trata de cumplir con las condiciones impuestas por el Fondo Monetario Internacional, que exige desmantelar regímenes de promoción como el que sostiene la actividad en Tierra del Fuego. Para el gobierno de Milei, el mandato externo vale más que el bienestar de sus propios ciudadanos.

La crueldad de este modelo no reside solo en el ajuste fiscal, sino en el desprecio explícito por las vidas que arrasa. Sturzenegger, viejo conocido de las políticas de saqueo —de la Rúa y Macri pueden dar fe—, actúa con la impunidad del burócrata que jamás pisó una línea de producción ni miró a los ojos a un obrero despedido. Habla de eficiencia mientras desata el caos, pontifica sobre modernización mientras siembra miseria.

El discurso oficial, además, se ampara en un relato falaz de libre mercado, como si la competencia con celulares producidos en China o Vietnam pudiera ser justa sin considerar los niveles de subsidios, condiciones laborales o escalas productivas. En nombre de esa fantasía libertaria, destruyen empleo, cierran fábricas y empujan a la marginalidad a comunidades enteras.

Tierra del Fuego no necesita parques temáticos ni recetas de tecnócratas de escritorio. Necesita inversión, planificación, respeto por su historia productiva y una mirada estratégica que entienda que la soberanía no se declama, se ejerce. Lo que está en juego no es sólo el futuro de una provincia austral, sino el modelo de país que queremos. Uno donde la industria y el trabajo tengan valor, o uno que se conforme con ser un duty free gigante con mozos poliglotas y obreros desocupados.

En medio del silencio ensordecedor de los medios hegemónicos y la complicidad de quienes aplauden el ajuste desde sus despachos porteños, la lucha de los trabajadores fueguinos resuena como un grito de dignidad. La motosierra podrá cortar salarios, subsidios, programas, pero no podrá serruchar la conciencia de quienes todavía creen en un país con futuro.

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