Mientras la exmandataria espera que la Justicia resuelva si cumple su condena bajo arresto domiciliario, la gestión de Jorge Macri decidió enviar en plena madrugada a la Policía de la Ciudad para borrar toda huella de apoyo popular. Una postal cruda del estado de cosas que propone el oficialismo libertario: silencio, obediencia y ningunas carpas.
En la Argentina gobernada por Javier Milei, y administrada en su Ciudad por Jorge Macri, lo simbólico no es solo importante: es peligroso. En la madrugada del domingo 15 de junio, cerca de las 2 a.m., un operativo policial sorpresivo irrumpió en la calle San José al 1111, en el barrio porteño de Constitución, donde un grupo de militantes acampaba frente al departamento de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner. La orden, que provino directamente del jefe de Gobierno porteño, fue tajante: desalojar, sin cámaras, sin disturbios y sin excusas. Como si la sola presencia de banderas, carteles y cuerpos resistentes constituyera un delito de lesa institucionalidad.
“No se reprimió a nadie. Se limpió la zona y se fueron”, repitieron en automático los voceros de la Policía de la Ciudad, como si la frialdad de la frase pudiera ocultar el trasfondo político de una acción premeditada. La fuerza desplegó 160 efectivos, retiró carpas, carteles y hasta los restos más pequeños de expresión callejera. Pasadas las 3 de la mañana, todo había vuelto al orden. O mejor dicho: al orden que buscan imponer.
Pero lo que se intentó borrar no era basura urbana. Eran trazos visibles de una conciencia popular activa, solidaria y crítica. Militantes kirchneristas, vecinos organizados, ciudadanos inquietos, habían decidido permanecer allí como gesto político frente al proceso judicial que atraviesa la expresidenta, cuya condena fue recientemente ratificada por la Corte Suprema en la causa Vialidad. Frente a esa situación, Cristina solicitó cumplir la pena bajo arresto domiciliario en ese mismo domicilio de Constitución. Y es en ese contexto que el gobierno porteño decidió “limpiar” la escena.
Un operativo que dice más por lo que oculta
Lo sorpresivo no fue solo el horario. Fue la ausencia de cámaras, la velocidad del accionar, el lenguaje tecnocrático con el que se intentó despolitizar lo obvio. Porque no se trató de una limpieza urbana ni de una simple liberación del espacio público: se trató de una advertencia. Un mensaje claro a quienes aún creen que es posible salir a la calle a manifestar: ni una pancarta, ni una carpa, ni una esquina puede quedar exenta del control estatal cuando lo que se expresa desafía al poder.
Lo que a plena luz del día sería tapa de diarios, de madrugada es relegado al rincón de los “operativos menores”. Pero no lo fue. La decisión de Jorge Macri de ordenar el desalojo a escondidas no es casual: es parte del manual de una derecha que busca instalar la idea de que protestar es subversivo, de que la calle es propiedad del mercado y de que cualquier disenso debe quedar entre cuatro paredes.
El doble estándar de la seguridad
Mientras el Gobierno de la Ciudad se jacta de su eficacia para “limpiar” manifestaciones, la inseguridad real crece sin freno. Robos violentos, fuga de presos, zonas liberadas. La ciudadanía lo sabe, lo vive, lo sufre. Por eso, una de las respuestas más potentes a este operativo fue la de una militante que en redes sociales sintetizó la indignación popular:
“Te cuidan de un choripán mientras se les escapan los presos y te afanan en todas las esquinas, ¿por qué no dejan el show? Qué peligro los cartelitos. Volveremos a esa esquina o a donde haya que volver a expresar lo que sentimos”.
La frase golpea con precisión quirúrgica. Porque mientras el Estado se envalentona contra los pobres que hacen ruido, se vuelve ineficaz frente al delito real, al crimen organizado, a las redes de trata o al narco que avanza sin resistencia. La represión simbólica es, en ese sentido, una forma de distracción: se reprime a quienes gritan, para no tener que enfrentar a quienes verdaderamente delinquen.
Cristina, el poder judicial y la prisión domiciliaria
El desalojo se produjo justo cuando Cristina Kirchner solicitó cumplir su condena en su domicilio, bajo custodia permanente y sin el uso de tobillera electrónica. Su defensa, a cargo del abogado Carlos Beraldi, argumentó que el intento de magnicidio que sufrió en 2022, sumado a su rol institucional como dos veces presidenta y vicepresidenta, hacen inviable una detención en una cárcel común. La Dirección de Control y Asistencia de Ejecución Penal inspeccionó el domicilio y concluyó que el mismo reúne las condiciones para cumplir la pena allí.
El Tribunal Oral Federal 2 analiza el pedido y también solicitó a la ministra Patricia Bullrich una lista de lugares alternativos en dependencias de fuerzas de seguridad, aunque el mensaje es claro: la política y la justicia se cruzan en una guerra simbólica donde cada decisión judicial se traduce en un movimiento represivo del aparato estatal.
Y mientras la defensa legal de Cristina insiste en que alojarla en una cárcel sería incompatible con su seguridad personal, el poder se organiza para asegurar que, si la exmandataria cumple su pena en su hogar, ese hogar esté rodeado de silencio. O peor: de desmemoria.
Recoleta, Constitución y el miedo a la calle
No es la primera vez que las manifestaciones populares en apoyo a Cristina Kirchner se enfrentan al aparato represivo. En septiembre de 2022, la misma Policía de la Ciudad había reprimido con vallas y gases lacrimógenos a manifestantes que se reunían en su casa de Recoleta. Aquella vez, el propio Horacio Rodríguez Larreta defendió la “necesidad de ordenar la ciudad”, como si la democracia solo pudiera ejercerse en silencio.
Hoy, con Jorge Macri al frente de la Ciudad, esa línea no solo se mantiene: se endurece. Se reemplaza el garrote por la sorpresa, la represión física por la extinción simbólica. Pero el efecto es el mismo: desalentar la participación política, desmoralizar a los militantes, naturalizar la criminalización de la protesta.
El video institucional de la Policía realizado con mucho odio para mostrar como detenían a un parrillero como si fuese un «narcotraficante», destruyendo sus materiales de trabajo y el ensañamiento de mostrar las paredes «limpias» de simples cartelitos de afectos dejados por todos aquellos que se acercaron a la residencia de CFK no demuestra otra cosa que el mismo odio gorila que en algún momento llegó a bombardear la Plaza de Mayo. Es la escencia.
El riesgo de acostumbrarse
En un país donde cada vez más derechos son tratados como privilegios, donde la educación y la salud públicas están bajo ataque, donde la cultura es sistemáticamente desfinanciada y donde las tarifas ahogan a la clase trabajadora, permitir que el Estado también se apropie de las esquinas es simplemente intolerable.
Porque el problema no son las carpas, ni los bombos, ni los carteles. El problema es lo que significan: resistencia, identidad, historia. Y eso, para quienes gobiernan desde el ajuste, la motosierra y la represión solapada, es un crimen imperdonable.
Pero como bien dice el tuit, volverán. Volveremos. A esa esquina o a cualquier otra donde sea necesario expresar lo que sentimos. Porque el pueblo no se borra. Ni de madrugada.
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