Su regreso no es una jugada personalista, sino una decisión estratégica: volver a enamorar, reagrupar al campo popular y frenar el desguace del Estado que impulsa Javier Milei. Con la Tercera Sección Electoral como epicentro, Cristina busca reeditar la fórmula de unidad que derrotó al macrismo en 2019, en medio de una Argentina que se desangra entre ajustes, represión y hambre.
Cristina Fernández de Kirchner no da puntada sin hilo. Su confirmación como candidata a diputada provincial por la Tercera Sección Electoral de la provincia de Buenos Aires, anunciada en una entrevista con Gustavo Sylvestre en C5N, no solo agitó el tablero político. Encendió una señal de alarma para el gobierno libertario de Javier Milei y revitalizó a un peronismo golpeado, desorientado y atravesado por disputas intestinas.
En su estilo característico, la ex presidenta combinó autocrítica, estrategia y contundencia. Reapareció no desde la nostalgia ni el mesianismo, sino desde la responsabilidad histórica. “¿Alguien concibe que si al peronismo no le va bien en septiembre, nos puede ir bien en octubre?”, lanzó con crudeza, poniendo el foco en la vital importancia de la Tercera, ese corazón caliente del peronismo bonaerense que siempre funcionó como bastión de resistencia y motor electoral.
Cristina no se presenta porque “le gusta la política” o porque añore los flashes. Se lanza a la arena porque sabe que si el experimento neoliberal de Javier Milei logra doblegar a la provincia de Buenos Aires, el resto del país será un territorio arrasado. El modelo de la motosierra no admite zonas grises: o se lo enfrenta con coraje y organización, o se impone con violencia y hambre.
Durante la entrevista, no dudó en calificar al actual presidente como “un marginal que se ocupa de los ricos”. Y no se trata de una chicana superficial. Cristina desnudó el núcleo ideológico del mileísmo: una derecha antiestado, cruel, esotérica, sin programa real, que solo sabe aplicar viejas recetas fracasadas como la tablita de Martínez de Hoz, el “cepo al salario” y el “dólar barato para pocos”. No es novedad que los sectores populares sean los primeros en pagar los platos rotos de estas aventuras económicas, pero lo que Cristina denuncia es algo más profundo: la desaparición del Estado como garante de derechos básicos, reemplazado por un modelo darwinista donde solo sobrevive quien tiene espalda —o contactos.
Y ahí aparece la palabra mágica: unidad. Cristina no propone volver a los acuerdos de cúpula ni a los sellos vacíos. Recuerda, con nombre y apellido, cómo construyó la victoria de 2019 convocando incluso a quienes la habían insultado. “Massa, Wado, Axel y Máximo fueron a mi despacho y ahí decidimos esa unidad”, relató, apelando a la memoria colectiva de un peronismo que, cuando deja de lado egos y mezquindades, es capaz de volver a enamorar a millones.
Su mensaje fue claro, incluso cuando evitó nombrarlo directamente: el desdoblamiento electoral impulsado por Axel Kicillof es una jugada errónea. Dividir al electorado es suicida frente a una derecha que se organiza en torno a la destrucción del Estado. “La unidad no presupone el triunfo, pero divididos no es mejor”, sentenció. Cristina no baja línea desde el pedestal: sugiere, insinúa, pero también interpela. A diferencia de muchos dirigentes hombres, como ella misma remarcó, no tiene problema en rectificar decisiones si las condiciones cambian. “Si me tengo que retractar, yo voy y lo hago, y jamás le pediría nada a nadie”, soltó, dejando flotando la sugerencia de que otros también deberían hacerlo.
Pero más allá de la interna peronista, el verdadero blanco de Cristina es Javier Milei. Su crítica no es meramente política: es moral. Lo acusa de gobernar solo para los ricos, de copiar modelos de ajuste salvaje que en el pasado solo trajeron muerte y desindustrialización. Lo más grave no es la inflación, ni siquiera el desempleo creciente. Lo intolerable, para Cristina, es la crueldad estructural de un gobierno que desfinancia hospitales como el Garrahan, que estigmatiza a los docentes, que quiere borrar el pasado y que desprecia a los pobres.
Y si bien evitó profundizar en el intento de magnicidio que sufrió en 2022, no esquivó el tema. Lo mencionó con pesar, dejando ver las cicatrices que aún duelen. No busca victimizarse, pero sí dejar en claro que su regreso no es un capricho: es una necesidad. Hay algo que Cristina entiende y otros no: sin mística, sin pasión, sin amor, no hay victoria posible. Por eso insiste con volver a enamorar. Porque sabe que el voto no es solo una operación racional; es también un acto emocional, una apuesta colectiva, un grito de esperanza frente al espanto.
La entrevista, que alcanzó picos de 11 puntos de rating, fue una muestra clara de que su figura sigue despertando pasiones, tanto a favor como en contra. Miles de personas se acercaron al canal para acompañarla. No fue un acto armado ni un operativo clamor. Fue la expresión espontánea de un pueblo que, aún herido, la sigue viendo como una referencia central.
Cristina no promete soluciones mágicas. Pero plantea un horizonte distinto al de la miseria planificada. Su candidatura como diputada provincial no busca una banca, sino encender una mecha. Volver al barro, al territorio, a la militancia. Reordenar lo disperso. Convocar a los ofendidos y a los leales. No se trata de volver al pasado, sino de rescatar lo mejor de esa memoria para proyectar futuro.
Mientras Milei destruye, ella propone reconstruir. Donde él ve enemigos, ella llama a la unidad. Mientras él grita desde balcones digitales, ella pisa el suelo de la Tercera Sección, ese que conoce como la palma de su mano. La diferencia es total. Uno gobierna desde el algoritmo y la furia; la otra vuelve al barrio con la convicción intacta.
En un país devastado por el ajuste, donde el modelo económico parece un refrito sin alma de lo peor de nuestra historia, la figura de Cristina resurge como antídoto. No por lo que fue, sino por lo que aún representa: la posibilidad de que el pueblo vuelva a enamorarse de la política. Y eso, en tiempos de cinismo y odio, es más revolucionario que nunca.
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