El relato de César Litvin sobre el “nuevo vínculo” entre el Estado y los contribuyentes esconde una peligrosa operación de lavado discursivo que disfraza de libertad lo que en realidad es descontrol institucional y complicidad con la ilegalidad.
La eliminación de controles fiscales y la presunta “presunción de buena fe” que promueve el Gobierno de Javier Milei bajo el nombre de “libertad tributaria” no es una reforma fiscal: es una renuncia deliberada al poder del Estado para combatir la evasión, el narcotráfico, la trata de personas y el crimen organizado. Este giro discursivo, celebrado por César Litvin como una “nueva cultura tributaria”, constituye en realidad un cheque en blanco para los grandes capitales negros que ahora podrán blanquear dinero sin rendir cuentas.
Se terminó el Estado espía, proclama César Litvin con sonrisa de tributarista satisfecho, como si hubiera presenciado la caída del Muro de Berlín. En su relato, el contribuyente argentino ha sido víctima de un Estado abusivo que durante décadas lo observó con lupa, sospechando de su patrimonio, sus consumos y sus movimientos bancarios. Pero ahora, bajo el ala libertaria del Gobierno de Javier Milei, la pesadilla ha llegado a su fin: el Estado deja de fiscalizar con rigor y decide confiar, por fin, en la «buena fe» del ciudadano.
Pero detrás de esta postal de reconciliación cívica, hay algo mucho más oscuro en juego. Porque esta llamada “libertad tributaria” no es simplemente un alivio burocrático. Es una demolición del sistema de controles, una puerta abierta para que el dinero sucio entre, circule y se consolide sin que nadie pregunte de dónde vino ni a quién perjudicó en el camino.
¿Qué significa, en concreto, que el nuevo ente fiscal (ARCA, ex AFIP) ya no requiera al ciudadano informar su patrimonio, sus consumos, sus movimientos bancarios? Significa que el Estado se autodesarma y abdica de su capacidad para rastrear flujos financieros ilegales. Significa que le entrega la llave del sistema financiero a los sectores que tradicionalmente han vivido de la oscuridad: narcotráfico, lavado, trata de personas y corrupción empresarial.
Litvin lo dice sin rubor: ya no se presumirá la evasión, sino la buena fe. La frase suena bonita, casi moral. Pero en la práctica, equivale a lo siguiente: si alguien aparece de repente con millones de dólares debajo del colchón, ya no será investigado, cuestionado ni penalizado. Solo deberá declarar ingresos y deducciones, sin dar mayores explicaciones. ¿De dónde vino ese dinero? ¿Qué actividad lo generó? ¿A qué precio humano, social o ambiental fue obtenido? Silencio administrativo.
En una Argentina cruzada por redes de narcotráfico, contrabando, corrupción judicial y financiera, trata de personas y explotación laboral, esta renuncia a fiscalizar no es inocente. Es deliberada. Y es política.
El Gobierno de Javier Milei, bajo el falso estandarte de la libertad, está desmontando las estructuras mínimas de fiscalización y regulación que cualquier Estado necesita para distinguir el dinero legítimo del ilegítimo. Si todo dinero es tratado por igual, si se presume buena fe sin prueba alguna, entonces también se iguala al narcotraficante con el comerciante, al lavador con el productor, al evasor con el trabajador en blanco. Es la ley del más fuerte, pero con guantes de seda.
Cuando Litvin aplaude que “se puedan sacar los dólares del colchón” sin penalidad ni persecución, omite decir que no todo colchón es igual. Algunos esconden los ahorros de un jubilado temeroso de los bancos. Pero otros ocultan los millones que la trata de mujeres mueve cada mes, o los billetes calientes del negocio narco que se lava en inmobiliarias de lujo. ¿A esos también se les ofrece un blanqueo sin preguntas, sin controles, sin consecuencias?
El nuevo sistema fiscal, dice Litvin, centrará su atención en solo 11.000 contribuyentes de gran peso económico. ¿Y el resto? ¿Y las redes que operan en las sombras con cuentas divididas, testaferros, offshores, sociedades anónimas de cartón? ¿Quién los verá? ¿Quién los rastreará cuando sus capitales se fusionen con los de los «honestos» en una única masa blanqueada?
La trampa ideológica es evidente. El Estado no se achica: se vuelve cómplice. La “libertad” tributaria no es libertad; es descontrol. No es modernización; es anarquía para ricos. No es justicia fiscal; es un guiño mafioso a quienes operan fuera de la ley.
Y para colmo, se pretende instalar un cambio cultural. Litvin concluye con tono aleccionador: “En otros países no pagar impuestos es mal visto; aquí, el evasor es el vivo del grupo”. Tiene razón. Pero se equivoca en la receta. No se combate esa cultura premiando al evasor con desregulación y amnistías. Se la combate con un Estado que investigue, que regule, que se haga respetar. Y, sobre todo, que dé el ejemplo.
¿Puede este Gobierno dar el ejemplo cuando su ministro de Economía fue uno de los responsables del endeudamiento fraudulento de 2018, cuando Javier Milei promete cerrar el Banco Central y privatizar hasta el aire, cuando el Estado es presentado como enemigo y la evasión como una forma de resistencia heroica?
El delirio fiscal en curso no es una anécdota técnica. Es un modelo de país. Un país sin Estado, sin controles, sin justicia tributaria. Un país donde el que más tiene no paga, y el que no tiene, sobrevive. Un país donde el delito financiero no solo no se castiga, sino que se blanquea con papeles oficiales.
En este nuevo orden, el que trafica personas, drogas o armas tiene vía libre para convertir su botín en patrimonio limpio. Solo debe “presumirse de buena fe” y cumplir con una declaración jurada simplificada. Es decir, mentir sin miedo. Total, nadie lo va a controlar.
Así, lo que se presenta como una simplificación fiscal, es en realidad la institucionalización del crimen económico. Un crimen que no deja manchas visibles, pero que carcome la democracia desde adentro.
Porque cuando el Estado abandona su rol, cuando se desarma su capacidad de investigar, regular y castigar, lo que queda no es libertad. Es barbarie con traje y corbata.
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