El gobierno consagra el modelo extractivista sin valor agregado y resigna soberanía energética en nombre de la «libertad de mercado».
(Por NIcolás Valdes) El segundo barco de licuefacción llegará en 2028, mientras la industria nacional queda varada. La decisión encaja a la perfección con la lógica de entrega que ya caracteriza al oficialismo: Argentina como reserva de recursos para potencias extranjeras y corporaciones globales, sin industria, sin trabajo, sin futuro.
Argentina, exportadora de miseria: el gas natural se va en barco, los puestos de trabajo no llegan
Mientras el presidente Javier Milei promete una Argentina abierta al mundo, lo que se abre en realidad es la puerta a un modelo de saqueo planificado. La reciente firma del acuerdo entre Southern Energy y Golar LNG para instalar un segundo buque flotante de licuefacción de gas natural en el Golfo San Matías expone con nitidez quirúrgica la verdadera naturaleza del programa económico libertario: un país sin industria, sin desarrollo y con su infraestructura al servicio de intereses privados y foráneos.
El acuerdo, de 20 años de duración, contempla que el buque “MKII” —propiedad de Golar LNG— opere junto al ya anunciado “Hilli Episeyo” para producir en conjunto seis millones de toneladas anuales de gas natural licuado (GNL). Eso equivale a 27 millones de metros cúbicos diarios de gas que no calentarán hogares argentinos ni moverán su industria, sino que serán embarcados directamente hacia mercados internacionales. La palabra clave no es producción, sino exportación. Y lo que se exporta no es solamente gas, sino soberanía.
La operación forma parte del proyecto “Argentina LNG”, en el que participan Southern Energy (30%), YPF (25%), Pampa Energía (20%), Harbour Energy (15%) y Golar LNG (10%). Un consorcio privado en el que el Estado apenas tiene una presencia subordinada, y en el que las decisiones se toman de espaldas al interés nacional. Porque lo que queda enterrado bajo este anuncio de eficiencia energética y apertura de mercados es una claudicación histórica: la renuncia a construir una planta de licuefacción en tierra firme, que se había proyectado originalmente en la localidad de Sierra Grande, provincia de Río Negro.
Esa planta, hoy descartada, implicaba miles de puestos de trabajo directos e indirectos. Requería mano de obra calificada, inversiones en infraestructura, encadenamientos productivos con pymes nacionales y el fortalecimiento del tejido industrial local. En otras palabras: representaba una oportunidad concreta de desarrollo con base territorial, redistribución del ingreso y soberanía tecnológica. Pero para el gobierno de Milei, eso es gasto, no inversión. Trabajo argentino, para ellos, es una variable de ajuste.
La elección del barco en lugar de la planta no es un mero tecnicismo. Es una decisión política, estratégica y profundamente ideológica. Es Milei eligiendo el mar abierto y los capitales especulativos por sobre el suelo argentino y su gente. Es la expresión material de su proyecto: un país que no piensa, no produce y no transforma, sino que se limita a extraer y embarcar, dejando afuera a millones.
Las terminales flotantes de licuefacción permanecerán operativas todo el año, lo que obliga a la construcción de un gasoducto exclusivo entre Vaca Muerta y el Golfo San Matías. Nuevamente, obra pública orientada al servicio de la exportación, sin escalas en la industria nacional ni en el consumo interno. No se trata de energía para el pueblo, sino de commodities para el mercado global. Ni siquiera se habla de abastecer a provincias con déficits estructurales de gas: el plan es claro y unívoco, embarcar todo lo posible, lo más rápido posible.
El “Hilli Episeyo”, primer buque del proyecto, comenzará a operar en 2027, con una capacidad anual de 3,5 millones de toneladas. Su gemelo, el “MKII”, aún en construcción en China, arribará en 2028 y comenzará su operación comercial hacia fin de ese año. Mientras tanto, la planta nacional queda en un cajón, las promesas de empleo en el olvido, y los discursos sobre el “valor agregado” en el ridículo.
Que el barco esté siendo construido en un astillero chino es, además, una metáfora perfecta del desguace nacional: ni siquiera la infraestructura necesaria para este modelo extractivo se produce en Argentina. No hay industria naval, no hay transferencia tecnológica, no hay apuesta al capital humano argentino. Hay sólo un Estado ausente, obediente a las lógicas del capital internacional y cada vez más alejado del mandato constitucional de promover el bienestar general.
La decisión también afecta directamente a la provincia de Río Negro, que había comenzado a planificar su desarrollo regional en función del proyecto original de planta en Sierra Grande. La cancelación deja a la región —históricamente relegada por la concentración económica en el AMBA— una vez más en la periferia, pero esta vez como plataforma de embarque para la fuga de sus propios recursos. Lo que pudo haber sido un polo energético se transforma en un puerto sin obreros.
El acuerdo también evidencia el rol subalterno de YPF dentro del nuevo esquema energético. Con sólo un 25% de participación, la empresa estatal no dirige, no planifica ni lidera el proyecto. Lejos de ser una herramienta estratégica del Estado, se la relega al rol de socio minoritario de una operación definida por intereses privados. La empresa que fue emblema de soberanía energética durante años, hoy aparece como un apéndice útil para facilitar negocios con firmas extranjeras.
Todo esto ocurre bajo el paraguas discursivo de la “eficiencia”, la “competitividad” y el “libre mercado”. Milei vende esta entrega como un logro, una muestra de modernización, cuando en realidad es un paso más hacia el vaciamiento del Estado y la entrega de recursos estratégicos. El modelo que propone no es nuevo ni revolucionario: es el viejo extractivismo periférico, aggiornado con frases de Hayek y videos virales en TikTok.
Frente a esto, el silencio de los grandes medios resulta ensordecedor. Pocos titulares pusieron el foco en la destrucción de empleo que implica esta decisión. Nadie se preguntó por qué se abandona la posibilidad de tener una planta propia. Ni una línea sobre cómo el Estado financia infraestructura que sólo servirá para que otros se lleven el gas. Se aplaude el negocio, se oculta el costo social. Y en esa omisión se revela una complicidad ideológica: el ajuste no sólo es económico, también es simbólico.
Si el gas se va en barco, el empleo se hunde. Si la licuefacción es flotante, la política también lo es. Y si el modelo es exportar sin producir, Milei no está refundando la Argentina: la está vendiendo al mejor postor.
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