Del Deutsche Bank a la desregulación total: la matriz oscura detrás de la ‘libertad tributaria’ de Caputo

La «presunción de buena fe» en materia fiscal no es una reforma: es una renuncia deliberada al poder del Estado para combatir el delito económico. El pasado de Caputo en el Deutsche Bank y su presente como ministro de Milei, bajo la lupa.

(Por Walter Onorato) En el torbellino de reformas que impulsa el gobierno de Javier Milei bajo el rótulo de «libertad económica», hay una que pasa casi desapercibida pero cuyo impacto podría ser devastador para la capacidad del Estado de combatir delitos económicos complejos: la llamada «presunción de buena fe» en el ámbito tributario. Esta propuesta, impulsada por el ministro de Economía Luis «Toto» Caputo y nada menos que por el presidente de la nación, sostiene que los contribuyentes no deberían justificar el origen de sus fondos, salvo que el Estado pruebe lo contrario. Lo que se presenta como una simplificación administrativa encierra una matriz ideológica y estructural profundamente funcional a la evasión, el lavado de dinero y el crimen organizado.

Pero para comprender a fondo esta reforma, es necesario mirar más allá de su formulación técnica. Es preciso volver al Deutsche Bank. Porque Caputo no es simplemente un técnico: es un producto del sistema financiero global desregulado. Entre 1998 y 2008, fue jefe de trading en Londres y luego presidente del Deutsche Bank Argentina, una institución que ocupa un lugar central en los informes de actividades sospechosas revelados por los FinCEN Files.

Deutsche Bank: un gigante del dinero sucio

En 2020, la BBC de Londres, junto con el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ), reveló una filtración de más de 2.100 Reportes de Actividades Sospechosas (SARs) que bancos internacionales enviaron a la FinCEN, el organismo antilavado del Departamento del Tesoro de EE.UU. Entre los más implicados: el Deutsche Bank. Según los FinCEN Files, esta entidad facilitó el movimiento de más de 1,3 billones de dólares en transacciones potencialmente vinculadas con lavado de dinero, redes de narcotráfico, financiamiento del terrorismo y personas o entidades sancionadas por violar normativas internacionales, incluidas dictaduras, oligarcas corruptos y empresas vinculadas al crimen transnacional.

En ese período, Caputo ocupaba puestos clave dentro de la estructura. Aunque su nombre no aparece en los archivos filtrados, resulta imposible ignorar que —como alto ejecutivo en Londres y luego presidente local— fue parte de una cultura corporativa permisiva, si no directamente funcional, al delito económico transnacional.

Del paraíso financiero al Estado: la captura del poder público

El paso de Caputo de la banca global al gobierno no fue un salto ideológico, sino una continuación natural. Su ingreso a la función pública de la mano del macrismo lo encontró ocupando cargos clave como secretario y luego ministro de Finanzas. Fue denunciado por no declarar su participación en sociedades offshore —como Noctua Partners LLC y Alto Global Fund— radicadas en paraísos fiscales. También fue acusado de beneficiar a bancos con los que había tenido vínculos, incluyendo al Deutsche Bank, al adjudicar millonarios negocios de colocación de deuda externa y participar en decisiones que resultaron en el pago extraordinario a los fondos buitre. Diversas investigaciones periodísticas y legislativas apuntaron que estas decisiones favorecieron a entidades financieras específicas —algunas con vínculos previos con Caputo—, levantando serias sospechas sobre conflictos de interés, tráfico de influencias y una gestión orientada más a beneficiar al sistema financiero que al interés público.

Ahora, como superministro del gobierno de Javier Milei, busca imponer una doctrina libertaria extrema: liberar por completo al capital de todo control estatal. Esta ofensiva no se limita a lo discursivo: la llamada «libertad tributaria» representa un auténtico caballo de Troya legislativo. Bajo el disfraz de simplificación normativa, se instala una arquitectura jurídica que impide al Estado indagar el origen de los fondos, facilitando la legalización de activos provenientes del narcotráfico, la evasión y la corrupción. Lejos de ser un tecnicismo, se trata de un cambio de paradigma con consecuencias estructurales: debilita a los organismos de control, erosiona la capacidad recaudatoria y consagra un modelo donde el poder económico goza de inmunidad garantizada por ley.

La presunción de buena fe: legalizando la opacidad

La clave de la propuesta es sencilla pero letal: invertir la carga de la prueba. Hasta ahora, si un contribuyente presentaba inconsistencias entre sus ingresos declarados y su nivel de vida, debía justificar el origen de los fondos. Con la reforma, esa carga pasa al Estado. En una economía altamente dolarizada, con un 50% de informalidad y fuertes redes delictivas vinculadas al narcolavado y la trata, esto implica desactivar a la AFIP, la UIF y la Aduana como mecanismos de control real.

En la práctica, se están creando las condiciones para blanquear fortunas de origen ilícito, al amparo de una supuesta «libertad fiscal» que en realidad es una coartada jurídica para legalizar patrimonios sin trazabilidad. Bajo esta lógica, cualquier ingreso —aunque provenga del narcotráfico, la trata de personas o la corrupción estructural— puede blanquearse sin rendir cuentas. Esta iniciativa no llega sola: se complementa con medidas regresivas como la moratoria sin penalidades para evasores, un Régimen de Regularización de Activos que permite declarar bienes no registrados sin consecuencias judiciales, y el desmantelamiento progresivo de organismos de control como la AFIP, la UIF y la Oficina Anticorrupción. Todo esto configura una arquitectura legal que no sólo tolera, sino que incentiva el delito económico con cobertura estatal.

La matriz: desregulación, offshore, impunidad

El caso de Caputo permite trazar un hilo conductor nítido: de las mesas de dinero de Londres al despacho ministerial en Buenos Aires, pasando por sociedades offshore, emisiones de deuda multimillonarias y gestiones cuestionadas por beneficiar a bancos con los que mantenía vínculos previos, como el Deutsche Bank. Su gestión no está guiada por una visión de Estado, sino por una doctrina: la desregulación total, la presunción de inocencia del capital y la impunidad para los grandes actores financieros.

Esta matriz se expresa, por ejemplo, en su incomodidad visible cuando un periodista le preguntó por sus fondos en paraísos fiscales, justo cuando exige a los ciudadanos que retiren sus ahorros «del colchón» para incorporarlos al sistema financiero formal. Una contradicción que revela que su cruzada por la transparencia y la libertad económica se detiene en la puerta de sus propias cuentas offshore.

Que quien fue parte de un banco implicado en lavado global sea hoy el impulsor de una reforma que desactiva los controles antilavado no es casual: es estructural. La captura del Estado por parte de los intereses financieros globales está en marcha, y Argentina está siendo utilizada como laboratorio de una nueva fase del capitalismo criminalizado.

La libertad de los poderosos

En nombre de la «libertad», el gobierno de Milei y su ministro Caputo están entregando el poder fiscal del Estado a los grandes capitales, incluso aquellos de origen espurio. No se trata de eficientizar el sistema tributario, sino de consagrar la libertad de evadir, lavar y delinquir bajo el amparo legal de una presunción ficticia.

Esta lógica llegó al absurdo cuando, en una conferencia de prensa, Caputo reaccionó visiblemente incómodo ante la pregunta de un periodista sobre sus cuentas en paraísos fiscales. El mismo ministro que exige a los ciudadanos que retiren sus ahorros «del colchón» para volcarlos al sistema financiero formal, evita transparentar el origen y destino de su propio patrimonio offshore. Una contradicción que revela la doble vara con la que se mide la «libertad económica» en la Argentina de Milei.

No es una reforma fiscal. Es una rendición ante el poder financiero global. Y es también una advertencia: si el Estado renuncia a controlar, fiscalizar y sancionar, deja de ser Estado. Y lo que queda es apenas un decorado institucional para la acumulación mafiosa.

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