En un clima de euforia oficialista por la desaceleración inflacionaria y un dólar artificialmente bajo, se multiplican los defaults privados en Argentina. Detrás del relato de «normalización», el ajuste salvaje, el colapso del consumo interno y las inconsistencias cambiarias están haciendo estallar los balances de empresas emblemáticas. El mercado se alarma, pero el gobierno calla.
Mientras Javier Milei y su gabinete celebran una supuesta «recuperación» macroeconómica con la fe ciega de predicadores libertarios, en las sombras del mercado real, el sistema productivo comienza a resquebrajarse. No son pymes desconocidas ni startups en apuros. Son pesos pesados del tejido económico argentino que están cayendo en default, una palabra que en cualquier país encendería todas las alarmas, pero que en la Argentina de 2025 apenas asoma como nota de color al margen del dogma de la motosierra.
En menos de tres meses, tres gigantes empresariales se desplomaron ante la imposibilidad de honrar sus compromisos financieros. Los Grobo, uno de los holdings agroindustriales más relevantes del país, fue el primero en anunciar su convocatoria de acreedores en febrero. Le siguió el Grupo Albanesi, un actor clave en la generación energética, que en mayo no pagó intereses por 19,5 millones de dólares. Y poco después, Celulosa Argentina —empresa centenaria, ligada al papel y el packaging— se vio forzada a comunicar a la Bolsa de Comercio que no podía cubrir sus obligaciones negociables ni cheques diferidos. El silencio oficial ante este escenario es ensordecedor.
Los voceros del mercado y de la Comisión Nacional de Valores intentaron minimizar el asunto. Hablaron de “una transición hacia un nuevo orden financiero”, de “mayor crédito a futuro”, de “confianza recuperada”. Puro humo. Porque lo que nadie quiere decir en voz alta es que estas empresas se endeudaron en dólares, vendieron esa deuda en pesos, confiaron en la rentabilidad ficticia del carry trade y ahora están atrapadas en el peor de los mundos: un tipo de cambio que no favorece exportaciones, una inflación que carcome el consumo interno, y una política económica que, en lugar de asistir, castiga.
El descalabro tiene una génesis clara. Durante los meses previos al gobierno de Milei, las compañías se lanzaron a colocar deuda privada como nunca antes. Solo entre enero y octubre del año pasado, las emisiones sumaron más de 10 mil millones de dólares, el número más alto desde 2015. Fue una burbuja alentada por el Estado: el blanqueo de capitales y la promesa de rendimientos en dólares con respaldo implícito del Tesoro parecían una oportunidad de oro. Pero como toda bicicleta financiera, la fiesta dura lo que dura la ilusión.
Con la llegada de Milei, esa ilusión se rompió. El fin del “crawling peg”, la implementación de bandas cambiarias inestables, y la brutal contracción del gasto público detonaron la rentabilidad esperada de esas operaciones. El Grupo Albanesi, por ejemplo, sufrió un revés crucial cuando el Estado le pagó una deuda con bonos en vez de efectivo. Celulosa Argentina, por su parte, reconoció que la caída del 30% en su facturación doméstica —fruto directa del derrumbe del consumo interno— volvió inviable su operatoria cotidiana.
El dólar barato —instrumento venerado por Caputo para contener la inflación a corto plazo— está minando las bases de la economía real. No solo hace que las exportaciones pierdan competitividad, sino que también encarece los insumos importados y presiona sobre las estructuras de costos. Las empresas que deberían beneficiarse de un modelo aperturista, terminan hundidas por su propia exposición al mercado externo. La productora de limones San Miguel no logró colocar deuda recientemente por esta misma razón: los números no cierran.
La reciente emisión de Telecom por 800 millones de dólares fue usada como excusa para alimentar el relato de “confianza restaurada”. Pero se trata de una excepción —y una gran jugada de marketing bursátil— en un océano de incertidumbre. La reacción del Banco Central tampoco fue menor: aumentó de seis a dieciocho meses el plazo mínimo para que las empresas accedan al mercado oficial para pagar deuda externa. Lejos de una ayuda, es una trampa. Busca frenar la emisión privada para forzar el foco sobre la deuda del Estado. Una estrategia que suena más a ruleta rusa que a planificación sostenible.
Lo que estamos viendo no es un simple reacomodamiento del mercado. Es una crisis silenciosa, una implosión controlada donde el capital productivo comienza a rendirse ante la lógica financiera. Lo paradójico —o quizás revelador— es que ocurre bajo un gobierno que se presenta como defensor del libre mercado. Pero la realidad es otra: cuando el modelo es solo ajuste, solo motosierra, solo especulación de corto plazo, los que sobreviven no son los más eficientes, sino los más cínicos.
En palabras de Jaime Reusche, analista de la calificadora Moodys, la historia aún no terminó. “Avanzamos, pero con cautela”, dijo. Es una declaración cargada de cinismo. Porque lo cierto es que el mercado ya empezó a hablar, y lo hace en su idioma más brutal: el default. Pero si el presidente Milei sigue sin escuchar esa señal de alarma, el país puede estar repitiendo un guion ya demasiado conocido: primero caen las empresas, luego los bancos, y después, los trabajadores. Y como siempre, el ajuste nunca lo paga el mercado. Lo pagamos todos nosotros.
Porque a veces no hay nada más invisible que lo que no se quiere ver. Y lo que Milei se niega a ver es que su política económica está sembrando un desierto donde antes había industria, exportación y empleo.
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