Casi 120 trabajadores de la histórica fábrica de caramelos Lipo paralizaron la producción tras medio año de salarios impagos

Acusan a la empresa de vaciamiento, a la complicidad del Estado nacional, y a un modelo económico que legaliza la precariedad. Mientras el gobierno de Javier Milei promete “libertad” y “desregulación”, la realidad para cientos de familias obreras se traduce en hambre, sueldos recortados y una impunidad patronal que avanza sobre derechos adquiridos. El caso de la fábrica Lipo no es una anécdota: es un síntoma.

En Remedios de Escalada, partido de Lanús, más de un centenar de trabajadores decidieron frenar las máquinas. No fue un impulso, ni un capricho. Fue una reacción inevitable ante la gota que rebalsó un vaso que venía rebalsando desde hace meses. El martes pasado, la mayoría del personal de la planta de caramelos Lipo cobró apenas el 50% de su salario de abril. Una vez más. Por sexta vez consecutiva. Pero esta vez dijeron basta.

Basta de sueldos mutilados. Basta de promesas vacías. Basta de una patronal que opera entre las sombras, que vende al exterior mientras incumple sistemáticamente con sus obligaciones más elementales. Y basta también de un Estado que, lejos de ponerle freno al atropello, se limita a labrar actas de constatación mientras el conflicto avanza sin resolución.

Esta es la historia de una fábrica con más de 50 años de historia. Pero también es la historia de un país que, bajo el gobierno de Javier Milei, está aprendiendo a convivir con la ley de la selva como norma de supervivencia.

La dulce fachada del vaciamiento

Lipo no es cualquier planta. Conocida por sus caramelos ácidos, produce cerca de dos millones de unidades diarias, en más de cien variedades. La fábrica no está quebrada. La producción no se detuvo. Los productos siguen saliendo, llenando góndolas de supermercados y kioscos de barrio. Incluso llegan a Estados Unidos, según relatan los propios trabajadores.

La fábrica funciona. Pero sus trabajadores, no cobran. La ecuación es tan perversa como reveladora. ¿Cómo se explica que una empresa con semejante nivel de producción, con distribución nacional e internacional, no pague a su personal ni siquiera la mitad del salario?

La respuesta, según los propios empleados, está en un proceso de vaciamiento cuidadosamente ejecutado. Detrás del apellido Lipovetzky —que figura como titular de la compañía—, aparece un nombre que ya supo ser sinónimo de escándalo empresarial: Osvaldo Iglesias, exgerente de la empresa Metropolitano, responsable del vaciamiento del sistema ferroviario en épocas del menemismo residual.

La maniobra es vieja, pero efectiva. La empresa alega «caída de ventas» y «problemas de producción», mientras continúa operando a plena capacidad. Niega información básica a sus trabajadores —no muestra balances, ni cifras concretas—, y negocia con el Ministerio de Trabajo pagos parciales a cambio de «compensaciones horarias». Como si un salario incompleto pudiera compensarse con más trabajo no remunerado. Como si la dignidad tuviera precio.

Complicidad institucional y abandono estatal

La audiencia del jueves en la sede del Ministerio de Trabajo de Lanús fue otro capítulo de este sainete trágico. La empresa prometió pagar parte de la deuda el viernes siguiente, y el resto “la semana próxima”. Una propuesta que suena más a amenaza que a solución, especialmente si implica exigirle a los trabajadores más horas por menos plata.

Desde el sindicato STIA, que agrupa a los empleados del sector alimenticio, no sólo manifestaron su rechazo, sino que señalaron con claridad: la situación es insostenible. Seis meses de pagos fraccionados, flexibilización salarial, falta de información financiera, y un diálogo que sólo parece buscar ganar tiempo.

El Ministerio constató la falta de pago, sí. Pero hasta ahora no actuó con ninguna medida de fondo. Ninguna sanción real, ninguna orden que obligue a la empresa a saldar sus deudas. Como si la violación de derechos laborales pudiera tratarse con paciencia budista. Como si los trabajadores pudieran esperar sentados a que el mercado “se autorregule”.

Lo cierto es que no hay voluntad política para intervenir en defensa de los laburantes. No bajo este gobierno, al menos. Porque el modelo libertario que impulsa Javier Milei no sólo tolera estas prácticas: las promueve, las justifica, las encubre con discursos de eficiencia, desregulación y “libertad de mercado”. Libertad, claro, para los de arriba.

Milei, el libremercado y los caramelos del ajuste

Es imposible analizar el caso de Lipo en abstracto, como si fuera una excepción. No lo es. Es parte de un modelo económico que busca licuar derechos laborales, destruir los convenios colectivos, y trasladar toda la carga de la crisis a los sectores que menos tienen.

La reforma laboral de facto que está en curso —aunque se disfrace de “modernización” o de “competitividad”— habilita este tipo de atropellos. Empresas que siguen facturando, pero que deciden no pagar. Patrón que incumple, trabajador que se jode. Y Estado que mira para otro lado.

Es lo mismo que pasa con los despidos en el Estado, con la paralización de obras públicas, con la caída del salario real, con el congelamiento de programas sociales. Todo parte de un mismo ADN ideológico: el ajuste como bandera, la desigualdad como plan, el hambre como consecuencia inevitable de la eficiencia.

El gobierno nacional se desentiende. Habla de «privilegios» sindicales mientras apaña empresarios que incumplen todos los contratos. Promueve un clima de impunidad donde el patrón es víctima y el trabajador es el problema. ¿Qué libertad puede haber en un país donde un obrero no sabe si va a cobrar su sueldo? ¿Dónde los balances se ocultan y los caramelos se exportan mientras los empleados no pueden pagar el alquiler?

El conflicto de Lipo como síntoma del presente

El paro por tiempo indeterminado en Lipo es mucho más que una medida gremial. Es una denuncia en sí misma. Una fotografía del estado de cosas en la Argentina de Milei. Una señal de alarma para quienes aún creen que el libre mercado va a repartir justicia.

Es también una lección de dignidad. Porque durante seis meses los trabajadores aceptaron cobrar en cuotas, negociaron, pusieron el hombro, evitaron el conflicto. No querían el paro. Lo evitaron todo lo que pudieron. Pero llega un momento donde aceptar más es rendirse. Y eso no.

La planta sigue operando, sí. Pero ahora lo hace con el silencio atronador de las máquinas apagadas por la lucha. Porque, aunque cueste, hay algo más fuerte que el miedo al despido: el hartazgo. Y cuando ese hartazgo se organiza, se transforma en conflicto. En paro. En resistencia.

Cuando el Estado nacional abdica, el conflicto estalla

El caso de Lipo es incómodo. Porque expone a todos. A una empresa que hace negocios mientras ajusta. A un Estado que no actúa. A un gobierno que promueve este tipo de vínculos laborales. Pero sobre todo, nos enfrenta con una pregunta incómoda: ¿cuántos casos como este vamos a seguir tolerando antes de decir basta?

Hoy es una fábrica de caramelos. Mañana puede ser cualquier otra. Porque cuando el modelo se basa en la explotación y el ajuste permanente, el conflicto no es una anomalía: es una consecuencia directa.

En tiempos donde se nos quiere convencer de que los derechos son “cargas”, que los sindicatos son “mafias”, y que la libertad se logra dejando todo librado a la ley del más fuerte, los trabajadores de Lipo marcan un camino distinto. El de la dignidad. El de la memoria. El del reclamo colectivo.

Quizás no aparezcan en los grandes medios. Quizás no ganen el conflicto esta semana. Pero cada paro, cada denuncia, cada asamblea, es una chispa más que pone en evidencia que este país no está dormido. Que hay quienes aún resisten. Que incluso entre caramelos, también se cuecen luchas.

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