25 de Mayo: La revolución que nació contra el monopolio, la ignorancia y la sumisión

Mientras Milei repite las recetas de entrega al capital extranjero, los ideales de Moreno resuenan como un llamado urgente a la dignidad, la educación y la soberanía nacional.

La Revolución de Mayo no fue un capricho ni un mito fundacional ornamental. Fue la respuesta lúcida y valiente de un pueblo oprimido por el monopolio colonial, empobrecido por la intermediación española, e inspirado por ideales de libertad, educación y autodeterminación. Hoy, a más de dos siglos, las advertencias de Mariano Moreno suenan más vigentes que nunca frente a un gobierno que desprecia el conocimiento, pacta con intereses foráneos y criminaliza toda resistencia popular.

El 25 de mayo de 1810 no fue simplemente una fecha para memorizar en los manuales escolares, ni una postal con paraguas, cabildos y trajes de época. Fue un grito hondo, cargado de hartazgo, inteligencia y deseo de emancipación. Fue la ruptura definitiva con un sistema que asfixiaba a las colonias bajo el yugo de un comercio cerrado, viciado por el interés exclusivo de la corona española y que condenaba a los criollos a una eterna adolescencia política y económica.

No fue una revolución espontánea. Fue el fruto de un largo proceso de maduración colectiva, acelerado por las guerras napoleónicas en Europa y el colapso de las autoridades que representaban al trono de España. Cuando llegó la noticia de la caída de la Junta de Sevilla, en mayo de 1810, los sectores criollos más conscientes comprendieron que el momento había llegado. El virrey Cisneros, símbolo de ese poder caduco, intentó aferrarse a su puesto. El Cabildo, dominado por españoles, buscó engañar al pueblo perpetuando a Cisneros al mando de una supuesta «junta». Pero el pueblo, armado de conciencia y respaldado por las milicias criollas, no se dejó engañar.

El resultado fue la formación de la Primera Junta, presidida por Cornelio Saavedra, e integrada por hombres que marcarían el rumbo de un país en construcción. Entre ellos brilló Mariano Moreno, una mente aguda, filosa, un espíritu tan libre como combativo. Moreno no fue un doctrinario abstracto. Fue un hombre de acción con ideas que lo superaban. Su visión del poder, la educación, la soberanía y la vigilancia sobre los gobernantes se contraponen de forma brutal con el autoritarismo encubierto que hoy se intenta imponer desde la Casa Rosada.

Porque Moreno sabía que sin educación no hay libertad, y sin libertad no hay dignidad. Su célebre frase resuena como un mazazo a la ignorancia funcional al poder: «Si los pueblos no se ilustran, si no se vulgarizan sus derechos… será tal vez nuestra suerte, mudar de tiranos sin destruir la tiranía». Qué definición tan demoledora para los tiempos que corren, donde la política se convierte en espectáculo, el ajuste se vende como virtud, y la destrucción del Estado como sinónimo de «libertad».

Mientras el presidente Javier Milei arremete contra la educación pública, el sistema científico y las universidades con una furia digna de Torquemada pero disfrazada de libertario, Moreno se alzaría como una voz incorruptible. Él creía, con razón, que los oficiales de un ejército no solo debían ganar batallas, sino también las mentes: “El oficial de nuestro ejército… debe ganar a los pueblos por el irresistible atractivo de su instrucción”. Qué diría hoy ante un gobierno que militariza los barrios pobres, desprecia a los docentes, y considera a la cultura como un gasto.

Mariano Moreno también advertía sobre los peligros del poder sin control ciudadano. No era ingenuo. No creía en el «déjenlo hacer, él sabe». No, Moreno confiaba en la vigilancia popular como antídoto a la corrupción y la prepotencia. “El pueblo tiene derecho a saber la conducta de sus representantes… El pueblo no debe contentarse con que sus jefes obren bien, debe aspirar a que nunca puedan obrar mal”. Frente a un gobierno que miente sobre cifras, oculta contratos, sobreactúa transparencia mientras persigue opositores y destruye archivos, la advertencia morenista es más urgente que nunca.

Y si hablamos de soberanía, Moreno fue aún más claro: desconfiaba del extranjero cuando este venía con disfraz de benefactor. Sabía que el capital foráneo no invierte por amor a la patria, sino para extraer rentabilidad. “El extranjero no viene a nuestro país a trabajar en nuestro bien, sino a sacar cuantas ventajas pueda proporcionarse”. Hoy, el mismo gobierno que se llena la boca con la palabra “patria” entrega el litio, desfinancia el Conicet, cierra empresas estatales estratégicas y se abraza con fondos buitre, vendiendo futuro a cambio de obediencia financiera. Qué ironía tan siniestra.

Milei cita a próceres que no comprende, y se apropia de palabras como “libertad” vaciándolas de contenido. ¿Qué libertad puede haber cuando se cierran escuelas, se acallan voces, se reprime a quienes protestan, y se endeuda al país con el FMI en nombre de un ajuste eterno? Moreno, por el contrario, entendía la libertad como un derecho que debía acompañarse de justicia social, igualdad de oportunidades y autodeterminación política.

El pensamiento de Mariano Moreno también echa por tierra el simplismo de quienes lo etiquetan como “unitario” por conveniencia política. En sus escritos, defendía una forma de federación moderna y equilibrada, que permitiera a cada región conservar sus decisiones internas, pero articuladas bajo una autoridad común para los temas nacionales. Lejos del centralismo autoritario, Moreno proponía una armonía política basada en el acuerdo colectivo. En su visión no había lugar para la concentración absoluta del poder ni para la negación del otro. Muy diferente a la lógica binaria y destructiva de un gobierno que divide para reinar, que estigmatiza a media sociedad como “zurdos, parásitos o adoctrinadores”.

La Revolución de Mayo fue una gesta profundamente transformadora. No fue un acto simbólico, ni una escena congelada en la Plaza de la Victoria. Fue una declaración de principios, un intento de alumbrar una nueva forma de vida basada en la razón, la justicia y la igualdad. Y fue, sobre todo, una advertencia para las futuras generaciones: la libertad se conquista y se defiende, no se delega ni se mendiga.

Hoy, en 2025, cuando desde el poder se impulsa un plan de demolición nacional bajo el nombre de “reformas estructurales”, volver a los ideales de Mayo no es nostalgia: es urgencia histórica. No para repetir el pasado, sino para honrarlo. No para embalsamarlo en bronce, sino para activarlo en la calle, en las aulas, en los medios, en cada gesto cotidiano que diga: “No, no nos resignamos”. Que se escuche bien claro: el verdadero legado de 1810 no son los actos escolares ni los trajes de época, sino el compromiso inclaudicable con un país libre, justo, educado y soberano.

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