La promesa de “libertad” deja en evidencia su verdadero rostro: exclusión y desigualdad. Desde que Javier Milei asumió la presidencia, las becas Progresar perdieron un 44% de poder adquisitivo y el presupuesto destinado al programa fue dinamitado. El Centro CEPA advirtió que el ajuste no se detiene: para 2025, se proyecta otro recorte del 18%. ¿Qué futuro puede construirse con una educación que se desmantela?
Once años después de su creación, el Programa Progresar parece enfrentar la mayor amenaza de su historia. Lo que nació en 2014 como una herramienta fundamental para acompañar a jóvenes de sectores populares en su tránsito educativo, hoy es víctima de una motosierra ideológica que no distingue entre gasto y derecho, entre subsidio y justicia social. Con la firma de Javier Milei, el ajuste llegó a las aulas, a las bibliotecas, a los hogares donde estudiar ya no es una opción sino un privilegio.
El Centro de Economía Política Argentina (CEPA) puso cifras concretas a esta demolición planificada: desde que comenzó la gestión libertaria, 500 mil jóvenes dejaron de recibir la beca. Medio millón de historias truncadas, de trayectorias escolares interrumpidas, de futuros que se desdibujan en nombre de una eficiencia fiscal que no perdona. Y no solo es la cantidad: el poder adquisitivo de las becas se redujo en un 44%, lo que significa que, aun quienes conservan el beneficio, hoy cobran menos de la mitad en términos reales que hace dos años.
Pero la poda no termina ahí. Según el mismo informe, de 2023 a 2024 el presupuesto en términos reales para Progresar cayó un 65%, y para 2025 se prevé un nuevo recorte del 18%. Es decir, no hay horizonte de recuperación. No hay señales de que se pretenda recomponer lo perdido. Muy por el contrario, el mensaje es claro: el Estado se retira. Si no podés estudiar, arreglate. Si no tenés recursos, resignate.
Lo más alarmante es que este desguace no responde a una coyuntura económica puntual, sino a una decisión estructural y profundamente ideológica. Milei no improvisa. Su política educativa –si es que cabe llamarla así– se basa en el desprecio por lo público, por lo colectivo, por lo que implica solidaridad social. Las becas Progresar, lejos de ser “gasto”, constituyen una inversión en capital humano, una herramienta para achicar las brechas sociales. Pero para la lógica del mercado, eso no tiene valor.
Los datos de CEPA son elocuentes: el poder adquisitivo de las becas se había recuperado parcialmente en 2022, alcanzando el 64% de su valor en 2015. En 2023 volvió a caer al 59%, pero con Milei al mando, el derrumbe fue total. Hoy, los montos apenas alcanzan para pagar los apuntes de un mes, si es que alcanzan. Y con 500 mil jóvenes menos incluidos en el sistema, se profundiza el círculo de pobreza y exclusión que el mismo Milei prometía erradicar.
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No se trata solamente de números fríos. Detrás de cada recorte hay un joven que dejó de estudiar para ponerse a trabajar en lo que sea. Una piba que abandonó la universidad porque no podía pagar el transporte. Un chico de barrio que no puede terminar la secundaria porque tiene que cuidar a sus hermanitos mientras la madre trabaja todo el día. Se trata de vidas concretas, de sueños rotos, de derechos negados.
El Progresar tenía tres líneas de becas: una para quienes cursan la secundaria (Progresar Obligatorio), otra para estudiantes terciarios y universitarios (Progresar Superior), y una más para formación profesional (Progresar Trabajo). Todas fueron recortadas sin distinción. El golpe fue parejo y transversal. No hay formación que Milei no haya decidido desfinanciar.
Y lo más paradójico es que, al mismo tiempo que se recorta en educación, se multiplican los fondos para fuerzas de seguridad o se habilitan beneficios fiscales para sectores concentrados de la economía. El discurso del «orden» y el «ahorro» se aplica con una vara que castiga siempre a los mismos: a quienes menos tienen, a quienes luchan por ascender socialmente, a quienes creen que el conocimiento transforma.
El ajuste en el Progresar no puede leerse de manera aislada. Es parte de una ofensiva más amplia contra el sistema educativo público, contra las universidades, contra los docentes. Una estrategia que busca disciplinar, domesticar, mercantilizar el saber. Quitarle su potencia crítica. Porque un pueblo educado cuestiona. Un pueblo ignorante, obedece.
Lo que se está discutiendo acá no es solo el presupuesto de un programa. Es el tipo de país que queremos construir. ¿Uno donde los jóvenes puedan soñar con ser médicos, ingenieros, maestras, artistas? ¿O uno donde el destino esté sellado por la cuna y las oportunidades dependan del bolsillo de los padres?
El gobierno de Javier Milei eligió. Eligió la motosierra. Eligió licuar, recortar, amputar políticas públicas que sostenían con esfuerzo el tejido social. Eligió abandonar a medio millón de jóvenes, como si fueran una cifra más en una planilla de Excel. Pero no son números. Son personas. Son hijos, hijas, estudiantes, trabajadores del futuro. Y merecen algo mejor que el cinismo con el que se festejan estos «ahorros».
En definitiva, Milei no licuó solo las becas. Licuó las esperanzas de miles. Licuó el sentido mismo de la palabra justicia. Y lo hizo con alevosía, sin anestesia, con orgullo. Frente a eso, callar no es una opción. Denunciar, resistir y proponer otro horizonte es, más que nunca, una necesidad urgente.
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